top of page

Entre demonios y dioses

  • Foto del escritor: alternativanely
    alternativanely
  • 15 dic 2024
  • 52 Min. de lectura

Actualizado: 29 dic 2024



1.

Ecos de guerra en Ruan



Después del reinado de Francisco I de Francia, conocido como el Padre y Restaurador de las letras, Enrique II asumió el trono y continuó el conflicto con España. Bajo el liderazgo de Francisco I, Francia se convirtió en una potencia económica de primer orden. Él fue considerado el monarca emblemático del Renacimiento francés, fomentando el desarrollo de las artes y las letras en Francia.


Los sucesos de esta historia empezaron a las afueras de Ruan, capital de Normandía. La ciudad destacaba por sus estrechas callejuelas e importantes iglesias góticas. También conocida como la "Cuidad de los Cien Campanarios", por el martirio de Juana de Arco, condenada y quemada en la hoguera en la plaza del Vieux Marché hace más de 100 años desde que comenzó la historia que contaré a continuación.


Ruan se fundó sobre la orilla derecha del río Sena. La segunda cuidad más grande de Galia después de Lyon.

La mayoría de los ruaneses se ganaban la vida comerciando sobre el Sena. Los mercaderes monopolizaron la navegación por el río con el aval de París, desde los tiempos de Enrique II. Exportaban a Inglaterra vinos y trigo e importaban lana y estaño.


Las guerras de religión que siguieron detuvieron el impresionante progreso que Francia había alcanzando durante el siglo, llevando el país a una nueva crisis económica. La tolerancia de Francisco I, permitió la expansión del erasmismo y el calvinismo, lo cual se convirtió en un obstáculo para los católicos, y en particular, para la institución más poderosa de la época: la iglesia, y junto con ella, la familia Medici. Ruan, fue una de las ciudades, que más sufrió a causa de las violentas persecuciones religiosas.

Muchos de los conflictos y guerras entre países en éstas épocas tenían raíces religiosas. Cada religión lograba persuadir a sus seguidores de que sus creencias eran las correctas y debían ser defendidas fervorosamente, lo cual conducía al fanatismo.


Las guerras de Religión eran ocho y se prolongaron durante 36 años. La más cruel fue la masacre del día de San Bartolomé dónde asesinar unos 10 000 hugonotes en toda Francia. Esta reacción fue encabezada por la familia Guisa. Carlos IX fue aconsejado por su madre, la reina Catalina de Médicis, y el duque de Guisa ordenó ésta larga y sangrienta guerra. A pesar de que ocurrieron cuarto guerras más posteriormente, el conflicto acabó con la extinción de la dinastía Valois-Angulema y el ascenso al poder de Enrique IV de Borbón, que tras su conversión al catolicismo promulgó el Edicto de Nantes en 1598, asegurando una cierta tolerancia religiosa hacia los protestantes.


2.

Una noche de desesperación



Ruan estaba sitiada por los católicos que iniciaron la guerra contra los hugonotes y los protestantes. Nadie podía salir sus límites, ya que querían destruir a todos los que se oponían y no aceptaban su religión como soberana.


A final de la Edad Media, el catolicismo enfrentó grandes crisis debido a la avaricia de aquellos que lo imponían y predicaban. Una nueva alta nobleza había surgido bajo la protección de la monarquía, después de la desaparición de los grandes ducados de Borgoña y Bretaña. La iglesia estaba perdiendo cada vez más el contacto con la gente común y sus necesidades. Numerosos conventos de monjas se habían transformado en burdeles y muchas iglesias se habían convertido en focos de corrupción. Los clérigos estaban más interesados en la política que en la oración.


Por esta misma razón los hugonotes se rebelaron. Los ideales calvinistas que seguían, no les permitían aceptar la soberanía de la religión católica tal como se predicaba. No querían soportar más la hipocresía de los gobernantes católicos y entraban en sus iglesias, destruyendo las reliquias, y estatuas que se encontraban en su paso.

Era una noche terriblemente fría y oscura. Una profunda penumbra acechaba la ciudad. Isabelle se apresuraba hacia la casa de sus padres, donde ahora vivía sólo su hermano menor. Andaba descalza, jadeando y murmurando algo en voz baja. El frío se calaba hasta los huesos. La muerte se sentía tan cerca y ella intentaba no caer presa del pánico. Apenas podía ver en la oscuridad y sus pies sangraban descalzos por las piedras del camino, pero ni siquiera se daba cuenta de ello. Por las calles se veían los cuerpos de personas muertas en esta matanza de intereses políticos. Principalmente eran hombres, pero entre ellos se podían ver mujeres y, a veces, niños. En el aire aún se percibía el olor a sangre.

Isabelle tenía que llegar rápido porque sus contracciones habían comenzado. No podría dar a luz en la calle, especialmente con este terrorífico paisaje de la primera guerra de Religión que acababa de comenzar. A veces tenía que sortear los cadáveres en la calle para evitar tropezar con alguno. El mundo permanecía en silencio. Cerraba los ojos de vergüenza, sufriendo con toda su alma esta salvaje masacre que el ser humano era capaz de cometer. La matanza había terminado, por ahora. Isabelle necesitaba ayuda y estaba segura de que su hermano se la iba a proporcionar. Si no, ¿quién? Ya tenía un plan en mente. Le quedaba un poco más de camino y todo iba a estar bien. ¡Lo iba a lograr! Esta idea le daba fuerzas y la joven seguía adelante a pesar del miedo.


Finalmente llegó a la casa lúgubre, sumida en el silencio y el miedo. Intentó abrir la puerta principal, pero estaba cerrada con llave. Se inclinó, recogió un pequeño guijarro y lo lanzó contra el cristal de la ventana. No hubo resultado. Silencio sepulcral. Todos dormían profundamente o fingían dormir tras los primeros asesinatos. Hizo otro intento, sin éxito. Resopló y lo intentó de nuevo. Esta vez, Jean se despertó :


- ¿Quién es? – escuchó la voz somnolienta de su hermano desde dentro, mientras encendía la lámpara de gas.


- Soy yo, Isabelle… - susurró la mujer en la oscuridad.


-¿¿¿Isabelle??? – el joven asomó la cabeza por la ventana - ¿Qué diablos haces aquí sola a estas horas? ¿Te ha pasado algo?


- ¡Tienes que ayudarme, hermano! Voy a dar a luz… - lloró desesperada.

Jean no se esperaba esto; se quedó paralizado, sin saber qué decir, ni que hacer.


Las contracciones empezaron y Isabelle se apoyó contra la valla, agarrando su barriga y apretando los dientes con fuerza. Su hermano, asustado y temblando, salió a abrirle la puerta.


-¡¿Y yo te tengo que ayudar con esto?!... No soy médico Isa, nunca he visto a una mujer dar a luz…. – mordió sus labios, mientras abría la puerta. - ¿Y si despierto a mi vecina? … Ella sabrá más que yo… ¡Siempre te metes en problemas, Isabelle!


La joven mujer se arrojó sobre su cuello y comenzó a llorar desesperadamente.


-¡No Jean! ¡Nadie debe saber de esto!... – otra contracción, otro quejido. – Será nuestro gran secreto… - lo miró a los ojos y le dijo en un tono que no admitía objeciones. - ¡Prométemelo!


Luis estaba muy asustado, quizás más que ella. Todo su cuerpo temblaba. Isabelle tomó su mano y lo arrastró hasta el pequeño establo. Él caminaba con ella, como si estuviera en trance.


3.

Nacer en la Tempestad



El parto transcurrió sin complicaciones, pero se prolongó hasta la mañana. Los gritos de Isabelle se amortiguaban con el trapo que mordía, empapada en sudor. Jean también sudaba por la tensión y el estrés que lo dominaban. Su rostro tan pálido como un lienzo, reflejaba la ansiedad. Humedecía la cara y los labios de su hermana con agua, hablándole a voz baja y gentil. No sabía qué más hacer.


Isabelle, arrodillada sobre un montón de heno, apretaba el trapo entre los dientes mientras respiraba rápida y profundamente. De vez en cuando, un grito fuerte y grave emergía desde lo más profundo de su ser. Su rostro estaba rojo, con las venas del cuello sobresaliendo y los ojos inyectados en sangre por la presión. Sus manos, cerradas en puños, habían perdido el color, y las uñas se le clavaban en la piel. El esfuerzo y el dolor eran tan intensos que no se daba cuenta de que ella misma se hacia aún más daño.

Finalmente, el liquido amniótico se rompió y la cabeza del bebé salió como un corcho, hasta el cuello.

- ¡Bien hecho, Isa! ¡Ahora sólo un empujón más y listo! – la animó Jean.


- ¡No puedo! ¡No aguanto más! – gritó ella.


- ¡Se asfixiará! ¡Rápido! ¡ Empuja otra vez! ¡Con todas tus fuerzas, hermana!


- ¡No me importa, que se asfixie! – siseó la joven.


Luis presionó ligeramente su barriga por encima para ayudarla:


-¡Última vez, Isa! Sólo un empujón más y el bebé estará fuera.

Isabelle reunió todas sus fuerzas y un grito ensordecedor salió de su garganta. El bebé apareció hasta los hombros. Jean lo agarró y lo sacó de su interior.


- ¡Es una chica, Isa! – no pudo contener su emoción. Lágrimas brillaban en sus ojos.


- ¡Corta el cordón umbilical!- le ordenó su hermana.


El obedeció, de nuevo. Luego limpió a la niña con una sábana vieja y la envolvió en otra, limpia. Después, en otra manta porque hacía frío. Cuando terminó, intentó ponérsela en el pecho. Isabelle lo empujó con la mano.


- ¡Aléjala de mí! – le regañó. ¡No quiero verla! - cerró sus ojos y giró la cabeza hacia otro lado.


El joven se sintió incómodo y dejó a la bebé en el heno.


-Ahora, mete la mano dentro y quita toda la placenta. ¡No debe quedar ni un solo trozo dentro de mí! - le ordenó Isabelle otra vez.


Jean acató. Entrecerró los ojos porque la vista era impactante. ¡Había tanta sangre alrededor! Su olor metálico había impregnado el aire. Casi como en la calle, pero en una miniatura y la ocasión era buena. ¿O no? Ya no sabía qué pensar.

Le vinieron un par de arcadas pero no había otra forma; tuvo que hacer el trabajo hasta el final. Metió la mano en las entrañas de Isabelle y empezó a tocar su interior. No sabía bien lo que buscaba, estaba lleno de sangre, pero no encontró nada suelto.


- No creo que quede algo de placenta. - concluyó, después del chequeo y sacó su mano ensangrentada. Por poco vomita, pero se aguantó. Estaba mareado como si la sangre que impregnaba el heno fuera la suya.


- ¡Bien hecho Jean! – elogió su hermano la joven. – Sabía que lo harías muy bien .


Jean soltó el aliento que había estado reteniendo. Lavó su mano con el agua del cubo. Después limpió a su hermana con trapos húmedos y la tapó con varias mantas para que descansara.


La bebé estaba durmiendo tranquila en el heno, como un angelito. Jean se acercó a ella y la cogió en sus brazos. No se despertó, continuó descansando felizmente. Parecía que estaba agotada del parto, igual que la madre.


Comenzó a caminar lentamente por el establo, y sus pasos resonaban suavemente en el silencio de la noche. La luz parpadeante de la lámpara de gas proyectaba sombras oscilantes en las paredes, creando un juego de luces y sombras que parecía moverse con vida propia. Las sombras se distorsionaban y alargaban, como figuras fantasmales que bailaban al ritmo de la llama vacilante.

Sus pensamientos volaban y se mezclaban con las imágenes vívidas del parto que acababa de presenciar.


La experiencia había sido tan chocante que sentía como si cada detalle estuviera grabado a fuego en su mente. Las manos ensangrentadas, los gritos ahogados, la lucha desesperada por traer una nueva vida al mundo, todo ello formaba un mosaico impactante y aterrador. A medida que recordaba cada momento, un nuevo respeto y admiración empezaban a florecer en su interior. Desde entonces, comenzó a admirar a las mujeres, no solo por su capacidad de dar vida, sino por su increíble fortaleza para soportar tal horror y dolor con un coraje casi sobrehumano. Era una valentía que él apenas podía comprender, pero que lo conmovía profundamente.

Finalmente habló en voz baja, suplicando a su hermana:


- ¡Isabelle, por favor, dale leche! Morirá de hambre…


- ¡Morir será lo mejor para ella! – respondió la mujer.

Jean abrió ojos de par en par . No podía creer lo que estaba escuchando. ¡¿Su hermana era tan cruel?! La miró con tristeza. Isabelle continuó:


-Véndela a alguien … Realmente.. , será mejor tirarla al río. - añadió, luego. – ¡Le harás hasta un favor, Jean! … No quiero que ella sufra como yo.

“ ¡¡¿Matarla?!!” Esto ya era demasiado. No parecía su hermana. ¿O quizás él nunca la conoció bien? No quería juzgarla. Cada uno entendía la vida diferente. Él no sabía nada de la suya, desde que abandonó la casa dónde se criaron . Ni sus padres estaban ya vivos para ayudar… Se murieron uno después del otro, de viruela. La gente murmuraba entre dientes, que Isabelle era prostituta, pero Jean nunca la preguntó. No le parecía bien meterse en su vida. Además, Isabelle siempre había sido independiente, con espíritu libre. Le gustaba defender a los débiles, y su carácter fuerte era imposible de domar. Tal vez no quería conocer la verdad, si es que los rumores eran ciertos. Al final de cuentas, era su hermana y él la amaba.

- ¿Sabes quién es el padre?- preguntó él inseguro. - ¿Quizás él la criará?


- Lo sé. – apretó los dientes Isabelle. – Él no la aceptará. ¡Olvídate! …Yo no puedo cuidar de ella … Tengo que trabajar … De lo contrario, las dos moriremos de hambre.


4.

Destinos Cruzados

Luis permaneció inmóvil con el bebé en sus brazos. No sabía qué hacer. La idea de su hermana era horrible y rematadamente loca. El grito de Isabelle le sobresaltó:


- ¡Muévete, Jean! ¡Ve al Sena y tírala a sus aguas!


Jean la miró con espanto mientras aguardaba de pie.


- ¡Rápido! El sol aparecerá pronto y alguien podrá verte.


El joven salió con el bebé en brazos, afuera . No sabía qué hacer. Su corazón no le permitía arrojarla al río. ¿Y si la diera a alguien para que la criara? ¿Pero a quién? Si era alguien tan pobre como ellos, la convertiría en una prostituta cuando creciera para ganar dinero con ella… La vida de los pobres era muy cruel en aquellos tiempos. Caminaba por la calle y los pensamientos corrían por su cabeza, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos. La escena por la calle reflejaba sus internas batallas, entre la razón y el corazón. Era una persona magnánima y su alma se alborotaba pensando en el posible fin de este bebé que no tenía elección ni conciencia de querer ser o no ser. ¡Si él pudiera criarla!... Pero, ¿cómo? Necesitaba el calor y la leche de su madre, ¡era tan pequeña e indefensa! El tampoco tenía tiempo, viajaba constantemente por su trabajo. Y además, ¿qué entendía un hombre de bebés? Y menos en una situación tan caótica; ¡en medio de una guerra!

Empezó a amanecer. Pronto saldría el sol. La gente empezaría a limpiar los cadáveres de las calles principales, del matadero de anoche. No había forma de que pudiera llegar al río sin que nadie lo viera. Y tampoco quería... Andaba por la calle sin saber a donde iba. En la lejanía, una mujer lloraba sobre un cadáver, probablemente un familiar asesinado brutalmente en la batalla de ayer. El cuerpo de Jean se erizó. Cambió de dirección, pensando en que hacer.

Estaba tan absorto en sus pensamientos cuando la voz de su vecina le sobresaltó:


- ¿Y este bebé? - anarco una ceja la mujer - ¿De quién es, Jean?


El joven la miró con temor. Esto ya lo superaba; no esperaba encontrarse con algún conocido por el camino. No sabía qué decir mientras la mujer seguía hablando:


- ¡Va a coger un resfriado, Jean! ¡Llévalo a su madre!


Luis se paralizó. Se le llenaron los ojos de lágrimas nuevamente. Le había prometido a su hermana que ese sería un secreto entre ellos dos. Empezó a tartamudear:


- Yooo .., la essstttoy paassseando.. - miró hacia el suelo.


La vecina Marguerite, una mujer de unos 36 años, con tres hijos, el menor de ellos a unos siete meses, había adquirido más experiencia que él durante su vida. Supo de inmediato que Jean ocultaba algo. La mirada del joven lo delataba. Además, las mujeres tienen una fuerte intuición y no se dejan engañar fácilmente, especialmente por alguien con un buen corazón como Jean.


- ¡Jean, dime la verdad! - insistió ella - Tengo tres hijos, ¡¿de verdad crees que me puedes engañar?! - lo miró directamente a los ojos. - ¿De dónde lo cogiste? - y señaló al bebé.


Gotas de sudor corrieron por la cara de Jean. Sus ojos la miraron fijamente, mientras se pasó la mano libre por el cabello nerviosamente e intentó parecer sereno. Pero ni un sólo sonido salió de su boca.

Marguerite se acercó aún más y destapó la cara del bebé de la manta en la que estaba envuelto.

- ¡Un angelito! - exclamó, casi en un susurro. Después prosiguió: - ¡¡Jean, es recién nacido!! - su mirada profunda se clavó en sus ojos, de nuevo. El golpe era certero.

Por el rostro de Jean brotaron lágrimas.


- ¿Qué ha pasado Jean? - preguntó ella ansiosamente. Puso su mano sobre el hombro del joven . - Me lo puedes decir. ¿Quizás pueda ayudar con algo? - trató de tranquilizarlo.


Jean estaba pensando desesperadamente en decírselo o no. No quería traicionar a su hermana, pero tampoco podía matar a una criatura vulnerable . Se quedó agarrando al bebé en sus brazos, dando un paso de un pie a otro. Marguerite lo tomó del brazo y lo condujo por la calle .


- ¡Vámonos a mi casa, cariño! - dijo ella con ternura. – Es peligroso estar por las calles ahora. No sabemos cuando empezará el degolladero otra vez.


Las tripas de Jean se retorcieron, pero la siguió sin hablar. Aún así, el sol ya estaba saliendo y la ciudad iba a revivir de nuevo. De todos modos, el plan de su hermana ya era imposible de cumplir.




5.

La Luz en la Oscuridad


Finalmente, Marguerite se enteró de la verdad. El secreto ya dejó de ser un secreto. Conmovida por la situación, su vecina decidió que podría ofrecerle su apoyo en la crianza del bebé, si Jean se atrevía a dar este paso. Por suerte, su leche materna no se había detenido aún y podía alimentar la criatura durante los primeros meses.


Mientras Marguerite y Jean conversaban sobre el futuro de la bebé, la dejaron descansar en una cuna improvisada hecha de una canasta con mantas suaves. De repente, la niña empezó a llorar desconsoladamente. Jean, sin pensarlo dos veces, la cogió en brazos. Al instante, la pequeña se calmó y, al sentir el calor y la seguridad de sus brazos, se quedó dormida tranquilamente. En ese momento, Jean sintió una conexión profunda y supo que no podía abandonarla ni deshacerse de esa responsabilidad. Decidió criarla como si fuese suya.

Marguerite le mostró pacientemente cómo envolver al bebé suavemente, bañarla con cuidado, cambiarla, y cogerla en brazos con delicadeza. También le enseñó como colocar los pañales de tela alrededor del bebé y cada cuánto tiempo debía cambiarlos. Jean se sintió abrumado con la cantidad de trabajo que implicaba cuidar a la pequeña. Se dio cuenta de lo difícil que sería criarla, pero estaba decidido a hacer lo mejor que podía.

El joven pensaba que criando él a la niña, y no entregándola a otra persona, la protegería de un destino probablemente cruel que la esperaba.

Decidió decirle a su hermana que había dado su hija a una mujer que no podía tener hijos y que esta insistió en quedarse con ella. La vecina mantendría al bebé en su casa durante unos días, hasta que Isabelle se recuperara del parto y se marchará.

Sin embargo, Isabelle desapareció a la mañana siguiente sin notificar a su hermano. Cuando Jean fue por la mañana a llevarle una sopa caliente para desayunar, el pequeño establo estaba vacío. En el pajar, halló un ramo de flores que ella había dejado como agradecimiento. Entonces Jean comprendió por qué Isabelle se negaba a mudarse a la casa. La soledad y la tristeza se apoderaron de él, dejándolo torcido y abatido. ¡Ni siquiera pudo despedirse de ella! “¿Y si la matan en estos tiempos turbios? ¿Y qué pasaría cuando reaparezca y vea a la niña?” Un escalofrío recorrió su cuerpo sólo con pensarlo. ¿Qué le diría, él?


Desde ese momento, Jean se convirtió en el padre de la hija de Isabelle. Le puso el nombre de Marion o Marie, como él solía llamarla. Se prometió protegerla y amarla como si fuese su propia hija, asegurándose darle un futuro lleno de amor y seguridad.

Los primeros meses fueron muy difíciles para Jean. Aunque intentaba llevar a la bebé a la casa de la vecina para que la amamantara, no siempre era posible, especialmente durante la noche. Así que Marguerite amamantaba a Marion durante el día y le dejaba leche en recipientes utilizando biberones rudimentarios hechos de cerámica, para que Jean pudiera alimentarla por la noche. Él trabajaba muy poco porque no podía y además, los tiempos eran muy peligrosos debidos a las Guerras de Religión que devastaban la región.


Estas guerras eran como una sombra oscura que se cernía sobre Ruan, una ciudad dividida por el fervor religioso y el derramamiento de sangre. La vida cotidiana se rompía como el vidrio bajo el martillo de la intolerancia, y la paz era tan frágil como una llama en un vendaval. En medio de este caos, Jean hacía lo posible por mantener un hogar para Marion, buscando la forma de darle un respiro de esperanza en un mundo marcado por la desesperación.

Marguerite le ayudaba como podía, pero la difícil tarea de criarla recaía sobre sus hombros. Ella se convirtió en su maestra, su amiga, su apoyo en los momentos difíciles. Jean estaba muy agradecido con ella. Nunca fallaba la oportunidad de recompensar su ayuda con todo lo que podía.


Cuando Marion cumplió dos meses, Jean comenzó a alimentarla con leche de cabra y a llevarla consigo cuando comerciaba. Estaban juntos en todas partes. Marion era un bebé tranquilo, rara vez lloraba y no se enfermaba a menudo. Logró traer alegría y amor a su monótona vida en estos tiempos de miedo y repugnancia hacia la creciente intolerancia religiosa, los cuales con los años crecían más y más.




6.

Nuevos Comienzos,

Viejos Secretos

La primera guerra terminó en un año. El enfrentamiento descabezó a ambos ejércitos, tanto a los protestantes como a los católicos. Todo se calmó durante cinco años.


Marion era muy curiosa y sociable. Le llamaba "papá". Para ella, Jean era su padre, la persona que la salvó de la muerte y la criaba como a su propia hija. Se entendían, se querían, cantaban, jugaban y trabajaban juntos. La niña disfrutaba de las historias que Jean le contaba sobre tiempos de paz y las aventuras que habían vivido. Pasaban horas explorando los alrededores, recolectando flores silvestres y observando las estrellas en noches despejadas. Él siempre encontraba tiempo para enseñarle algo nuevo, sobre las constelaciones, las plantas medicinales o las antiguas tradiciones de su pueblo. Durante cinco años vivieron en relativa paz…


Luego, empezó la segunda guerra de Religión por el conflicto entre Príncipe de Condé y el duque de Anjou. Se desencadeno una furia vengativa por toda Francia.


La pequeña Marion estaba atormentada por ver tanta violencia sin medida y tanta crueldad. Frecuentemente se despertaba por las noches con gritos y llantos, impactada por la creciente ola de odio. No podía entender cómo era posible tanta brutalidad, sólo porque la gente no podía ponerse de acuerdo. Soñaba con personas ensartadas como trozos de carne, llorando, sangrientos o muriendo en las calles. Jean intentaba explicarle que todo el desastre era por dinero y poder. Que cada uno de los bandos creía en el mismo Dios, pero interpretaba sus creencias de diferentes formas.

Algunos clérigos viendo la muerte tan inminente, impartían confecciones gratis. Sin embargo, otros aprovechaban la situación, haciendo pequeñas fortunas vendiendo el perdón a precios exorbitantes. Cuando los protestantes los descubrían a estos clérigos escondidos en los rincones más lúgubres de sus iglesias, primero les arrebataran la vida de manera brutal, arrancándoles la cabeza y las entrañas, y luego se apoderaban de sus riquezas. Por el debilitamiento de ambos bandos, se firmó la Paz de Longjumeau. Pero esto no fue suficiente, y la Reyna Catalina de Medici, mediante otra guerra, ordenó la captura del Príncipe de Condé ( Luis I de Borbón, general de los hugonotes), quien huyó del país.

Después de finalizar la segunda guerra en el año 1568, Jean se casó con una mujer un poco mayor que él. Se conocieron durante una boda, suficiente tiempo para que el amor surgiera donde menos lo esperas. Marion, sumida en sus propios juegos, no se dio cuenta del cambio que se gestaba en la vida de su padre. Al regresar, cuando descubrió que, en lugar de dos, eran ahora tres, sintió que le habían jugado una mala pasada. Pero al ver la felicidad de Jean, su enfado se disipó rápidamente. No debía pensar en la separación de su padre, sino en la nueva familia que finalmente tendría. ¡La que siempre soñó con tener!

Yvonne, aunque no estaba muy segura de casarse, decidió aceptar el ofrecimiento de Jean debido a su avanzada edad y la presión de su familia.

En el siglo XVI, los matrimonios arreglados eran comunes y a menudo se organizaban por los padres o familiares para fortalecer alianzas y asegurar la estabilidad económica y social. Aunque Yvonne tenía dudas, la idea de tener una familia y la seguridad que Jean ofrecía la convencieron de seguir adelante.

Más tarde, Jean e Yvonne tuvieron sus propios hijos. Pero la familia “normal” con una madre amorosa nunca llegó a existir. Marion, que idealizaba la existencia de una familia perfecta, pronto se dio cuenta de que los padres verdaderamente amorosos no intentan borrar la identidad de sus hijos ni los quieren sólo cuando hacen lo que ellos desean. Padres como Jean, cuya voz, sin embargo, no siempre se escuchaba en casa, demostraban su amor de formas más sutiles y profundas.


Jean nunca distinguió entre Marion y sus propios hijos; los amaba por igual. Sin embargo, tenía una afinidad especial con Marion que Yvonne no soportaba. Compartían gestos, manera de pensar y bromas que solo ellos entendían, creando un código secreto que exasperaba a Yvonne, haciéndola sentir excluida y burlada.

Cuando Marion era más pequeña, a veces preguntaba por su madre: "¿Cómo era?" y "¿Dónde está?". Jean siempre sentía un nudo en el estómago cuando escuchaba esas preguntas. Le decía que su madre la había abandonado y que no sabía nada sobre ella. Le contaba que era guapa y lista, igual que Marion.

Las noches después de estas conversaciones eran particularmente duras para Jean. Sentado junto a la chimenea, se perdía en sus pensamientos, reviviendo recuerdos dolorosos. El peso de la gran mentira que había mantenido durante tanto tiempo le abrumaba, empujándolo a veces a beber para poder dormir y olvidarse del dolor que cargaba. Marion, por su parte, se aferraba a las pocas palabras que le había dicho sobre su madre, imaginándola con muchas preguntas sin respuestas. Jean intentaba mostrar una sonrisa, pero sus ojos reflejaban una tristeza profunda. Después, se encerraba en sí mismo, culpándose por no decirle la verdad a Marion. No sabía qué impacto tendría esto sobre la niña y, como su hermana Isabelle no quiso tenerla, pensaba que no era correcto mencionar que ella era su madre.

Además, Isabelle le hizo prometer que esto sería su gran secreto, aunque finalmente no se pudo quedar sólo entre ellos dos.


Durante todos esos años, Isabelle nunca apareció de nuevo, y Jean no sabía si seguía viva en esos tiempos inciertos y turbulentos. Marion, a pesar de su juventud, notaba la melancolía en la voz de su padre, aunque no entendía la verdadera razón detrás de sus respuestas. Lo que Marion no sabía era que la mujer a la que tanto anhelaba conocer no era sólo un personaje ausente en su vida, sino una figura trágica que Jean nunca podría revelar.





7.

Ajenos al caos

Después del nacimiento de los mellizos de Jean e Yvonne, Marion tuvo que quedarse en la casa para ayudar a su madrastra con los bebés y las tareas domésticas. No se quejaba, sabía que allí era más útil que en los mercados con su padre.

Pero la realidad muchas veces es más cruel y misteriosa que cualquier cuento. Y cada vez, las pruebas por las que pasaba Marion eran más difíciles. La que la esperaba era una de las más duras de su vida, una que la marcaría para siempre, dejando una herida que nunca se curaría. Aprendió a vivir dejando de luchar contra un destino que no podía cambiar, adaptándose a cada golpe que recibía.

Marion se dio cuenta de que ya no era una niña y que había que enfrentar las cosas, le gusten o no. Desde pequeña, la vida la enfrentaba con situaciones difíciles, y dependía de ella cuándo aprendería la lección. Sus responsabilidades eran mayores que antes, y de algún modo, esto la hacía sentir más importante y madura. Pero estaba triste porque ya no estaría cerca de su padre, lo vería cada vez menos.

Vivir una vida con momentos intermitentes de paz no era fácil. El estrés constante provocado por las guerras “sin sentido”, como las llamaba Marion, la hacía valorar cada instante, porque nunca sabía cuál sería su último respiro.

Yvonne, como era una mujer grande, estando embarazada, le era difícil moverse mucho en los últimos meses del embarazo debido a problemas de salud, como la preeclampsia y dolores de espalda severos. Era muy trabajadora pero ahora, principalmente dedicaba su tiempo a tejer ropa para los niños con agujas. Marion, por su parte, se encargaba de las tareas domésticas que requerían más agilidad y rapidez.

Yvonne insistía en que Jean trabajara más, porque había más bocas que alimentar y el dinero nunca era suficiente. Los tiempos eran difíciles, y la crisis y las guerras parecían un bucle sin salida.

Cuando Marion cumplió ocho años, se hizo cargo de los mellizos y el bebé. Todos dormían en una habitación. La casa era pequeña e Yvonne ahorraba todo lo que podía para construir una habitación más.

Vivir toda su vida en guerras la había hecho más fuerte y le enseñó a valorar cada regalo del destino. Entendió que la vida es frágil, que puede romperse en pedazos en cualquier momento. Marion aprendió que los intereses hacia el poder y la riqueza material dirigían a gran parte de la humanidad, y por eso valoraba lo que no se podía comprar con dinero, a lo que pocas personas prestaban atención. Nada es como uno lo quiere e imagina: a veces mejor, otras veces peor, pero nunca como uno lo desea. Esta reflexión la acompañaba, recordándole constantemente que adaptarse a la realidad era la única manera de sobrevivir y mantenerse en pie.

En la Francia del siglo XVI, los tambores de las tensiones religiosas resonaban con fuerza, tejiendo una telaraña de conflictos que atrapaban a cada alma en su paso. La cancelación del Edicto de Amboise, que reconocía la libertad religiosa para católicos y hugonotes, fue una de las razones que avivó las chispas del conflicto, dando paso a la Tercera Guerra de Religión. Las confrontaciones sucedían implacablemente, hasta que la firma del Edicto de Saint-Germain trajo un efímero respiro, reinstaurando la libertad de conciencia y de culto en Francia.

No obstante, esta paz fue una utopía precaria, pronto quebrantada por la sangrienta Noche de San Bartolomé. Apenas seis días después de la fastuosa boda entre Margarita de Valois y el hugonote Enrique de Navarra, los extremistas católicos desataron su furia. Las calles de París, antes bulliciosas, se convirtieron en ríos de sangre y lamentos, transformándose en un enorme cementerio. Catalina de Médicis, madre de la novia, había urdido un plan macabro bajo la sombra de la apacibilidad. Sus fines estaban en secreto para los recién casados y el pueblo francés, resultando al final en una masacre sin precedentes, reuniendo a sus enemigos para un golpe letal.

Las teorías de conspiración abundaban, sugiriendo la planificación de Catalina, su manipulación de Carlos IX y el involucramiento de países externos. En las frías horas del amanecer, carros tirados por caballos avanzaban lentamente, recogiendo los cuerpos inertes de aquellos que habían sido sorprendidos por la violencia. Las lágrimas de los deudos se mezclaban con el polvo de las calles, mientras intentaban, en vano, encontrar consuelo en la tarea de enterrar a sus seres queridos.

Una viejita andaba con dificultad por la calle cuando se detuvo, asustada por una mano que salió de entre los cuerpos tirados sin vida y le cogió el tobillo, pidiendo ayuda. Alguien aún respiraba bajo los cadáveres. La mujer se estremeció y volvió a la realidad; sus pensamientos la habían llevado a un sitio lejano. Decidió ayudar a este guerrero que aún intentaba luchar por su vida, empujando los cuerpos tiesos para llegar al corazón que aún latía entre ellos. Con una fuerza sobrenatural para su edad y estado físico, lo sacó y, poniéndolo en su espalda, decidió llevarlo a su casa para salvarlo. Con lágrimas en los ojos, avanzaba lentamente por el camino, parando cada rato para descansar.

Al caer la noche, las sombras ocultaban a aquellos que aún respiraban, heridos de gravedad, recogidos por manos compasivas que buscaban salvar lo irrecuperable.

El recién casado Enrique de Navarra se vio forzado a renegar de su fe para preservar su vida, retenido prisionero en el majestuoso, pero opresivo, palacio del Louvre. Los protestantes alojados ahí estaban matados mientras dormían.

Ya no era necesaria la alianza con los hugonotes, y Catalina, junto con los hermanos de Margarita, le propuso anular el matrimonio que acababa de contraer. La joven reina de Navarra sorprendió a todos al negarse, aunque la boda no fue nada de su gusto. A pesar de su desdén por la falta de higiene y modales sofisticados de su esposo, Margarita comprendió que sólo ella podía ofrecerle protección en ese mar de traiciones.

Catalina, incansable en su afán de eliminar a Enrique, ideó un plan siniestro: un libro envenenado con arsénico. Sin embargo, el destino tejió otra trama y la encerró en su propia trampa; su hijo, Carlos IX, fue quien sucumbió al veneno, frustrando sus maquiavélicos designios.

Al conocer la noticia, el Papa organizó celebraciones populares en Roma y envió un legado para felicitar a Carlos IX y a Catalina de Médicis. También el rey Felipe II de España, envió una carta de felicitación a la reina odiada. La masacre de la noche de San Bartolomé marcó el inicio de la cuarta guerra de religión.







8.

La paz vuelve de nuevo

Pasaron unos cuantos años más, y los católicos formaron un gobierno de oposición, la Santa Liga, capitaneada por Enrique de Guisa. Se avecinaba de nuevo un par de años de tranquilidad, permitiendo disfrutar los pocos regalos de la vida.

Marion a veces recordaba el pánico que sentía cuando era más pequeña, durante las guerras. Ahora, estos recuerdos habían dejado de dolerle; eran como pesadillas que permanecían en su mente, pero el pavor inmenso y el pánico incontrolable ya no existían, sentía sólo tristeza al revivirlas. En ciertos momentos, recordaba cómo se escondían, junto a los mellizos , debajo de la mesa en el sótano, para que los católicos extremistas no los vieran y mataran. ¡Les provocaban un terrorífico miedo! Desde ahí, miraban a través de la pequeña ventana de la pared y veían los zapatos y las piernas de “los perdonados“, paseando por el jardín, buscando sacrificar algún alma viva en nombre de su propio interés.

Eran niños y crecieron en este permanente horror de la guerras, producto de la avaricia de algunos y la desobediencia de otros.

La desobediencia, cuando se hace con razón, es lo único que funciona y acaba con las acciones injustas o las manipulaciones de los demás. Sin embargo, los malos nunca juegan según las reglas, por eso la mayoría de las veces ellos ganan. Sólo les importa la ganancia y ningún método injusto los detiene para conseguir lo que quieren. Por eso, las guerras entre el bien y el mal son muy largas y devastadoras. No todos tienen el coraje de luchar sin fraudes y con la cara al descubierto. Los cobardes se escudan en el dicho “en el amor y en la guerra todo se vale”, aunque no es así. Cada victoria inmoral eventualmente obtiene su resultado. Justificar cada acción deshonesta para conseguir lo que uno desea lleva, tarde o temprano, a pagar por estos hechos.

Las palabras apenas alcanzan para describir el temor y la repugnancia hacia estos seres sin escrúpulos, para quienes la vida humana no vale nada. Se siente una impotencia terrible al comprender que casi nada depende de uno mismo, y algunos pueden decidir y disponer del destino de los demás por pura avaricia. Sólo aquellos que han vivido esto entienden lo que es ser un peón en este enorme tablero, pagando con sus vidas para satisfacer los deseos de poder de codiciosos cobardes que planean astutamente sus maquinaciones diabólicas para ganar.

Y todo esto no se trata sólo de las guerras…

El tiempo seguía su curso implacable. Los niños crecían rápidamente, como si el ritmo de las guerras y la rutina acelerara su desarrollo. Las guerras estallaban y se extinguían, dejando a su paso una cotidianidad que, aunque turbulenta, se volvía casi predecible.

Jean, con un afán incansable, había iniciado la construcción de una nueva habitación, deseando ampliar el hogar para acomodar a su creciente familia. Marion, con la misma tenacidad, retomaba su trabajo vendiendo en el mercado. Cada mañana, se levantaba temprano, preparaba las hierbas, las especias y las legumbres que vendían, y se dirigía al ajetreado mercado, donde las voces se mezclaban en una cacofonía familiar y reconfortante.

Los mellizos, siempre dispuestos a ayudar, la acompañaban, llevando la mercancía con una mezcla de seriedad y entusiasmo infantil. Caminaban juntos, sorteando las calles empedradas y las miradas curiosas de los transeúntes. Mientras tanto, Jean, con escasa ayuda externa, se dedicaba a agrandar la casa. Día tras día, se podía oír el sonido rítmico de sus herramientas, un eco de su determinación y su amor por la familia que estaba construyendo.

Así, en medio de un mundo marcado por la incertidumbre y el conflicto, la familia encontraba consuelo en su rutina. Las tareas diarias, aunque arduas, eran un recordatorio constante de su resiliencia y su capacidad de adaptarse y prosperar a pesar de las adversidades.

9.

Sacudidos por el destino

Una noche, agotada del trabajo y de los gritos de la gente en el mercado Marion se durmió profunda y tuvo un sueño extraño:

"Soñaba que volaba sobre el campo como un pájaro, batiendo sus alas. Se sentía satisfecha y libre, llena de amor que quería regalar al mundo. Era tanto, tanto amor que no lo podía aguantar. Su corazón cantaba de alegría, ¡era tan ligera y feliz! De repente se encontró sentada en el borde de un pozo y miró hacia abajo. Era muy profundo y oscuro. Su fondo no era visible. En ese momento, la felicidad que percibía súbitamente la abandonó. Su cuerpo se estremeció con un escalofrío inexplicable, seguido de un horror indescriptible. De pronto, una mano la empujó con fuerza y ella cayó dentro del pozo. No pudo ver quién era. Su corazón latía muy rápido y fuerte, parecía que se le iba a salir del pecho mientras caía. Le invadió un pánico absoluto. Quería gritar pero no podía, y caía más y más en el impenetrable lóbrego, sin poder moverse, ni gritar ... ".


Marion se despertó, pero no podía abrir los ojos ni moverse. Quería ver y respirar, sentía un peso inmenso en el pecho que le impedía hacerlo. Se quedaba sin aire y no podía más. Aterrorizada de este extraño sueño y aún más por la sensación de pánico y impotencia que la invadía, reunió todas sus fuerzas para despertar por completo. Pensaba febrilmente mientras su cuerpo permanecía completamente inmóvil. Cuando más intentaba moverse, más bloqueado y rígido se sentía. Se concentró en su entorno, en dónde se encontraba y qué pasaba a su alrededor. Poco a poco empezó a lograrlo. Intentaba abrir los ojos, pero parecían pegados. En ocasiones conseguía despegar algún milímetro y veía sólo niebla, y luego se cerraban sin obedecer a sus ordenes. Sentía que luchaba una eternidad contra algo que no la dejaba despertar ni moverse. Además, cuando más intentaba moverse, más la apretaba esa energía invisible, aplastándola. El peso en su pecho se sentía más pesado y el aire que llegaba a sus pulmones era cada vez más escaso. "Me voy a morir", pensó. "¿Qué está pasando conmigo?"

Decidió concentrar toda su fuerza nuevamente en abrir los ojos y finalmente pudo hacerlo. No vio a nadie, pero el fuerte apretón que sentía se relajó. Intentó mover su mano y esta vez tuvo éxito. Parecía que todo estaba bien. En la habitación no había nadie ajeno.

Le costó mucho esfuerzo escapar de este sueño terrorífico, cual estaba segura que jamás olvidaría. Se sentó en la cama, atemorizada, empapada en sudor y lágrimas. Había llorado en el sueño ... Suspiró aliviada. "¡Sólo una pesadilla!" Pero era tan real, tan vívida… La sensación del sueño todavía la controlaba, ¡y el final escalofriante seguía siendo tan real!


Los niños dormían en sus camas y no la habían escuchado llorar. Mientras recordaba el sueño oyó las voces de su padre y de Yvonne desde la cocina, parecía que estaban peleando otra vez…

A Marion no le gustaba escucharlos pelear y siempre se apartaba. Se acostó de nuevo y intentó dormir, pero la sensación desquiciante del sueño no la dejaba. Las voces en la otra habitación se empezaban a escuchar más alto. Se quedó escuchándolos, incapaz de volver a dormir.


Por lo general, Yvonne siempre estaba insatisfecha con algo, y Jean tragaba en silencio, sin responder a sus ataques. Pero esta vez fue diferente...


Marion se tapó bien con la manta y se acomodó para dormir, pero las voces de la discusión se adueñaban del silencio de la noche, impidiéndole descansar. Experimentaba una profunda tristeza por su padre. Quería ir hasta ellos, tomarle la mano, sacarlo de la habitación y abrazarlo. Deseaba salvarlo de esta mujer malhumorada y bruta, pero sabía que no debía interferir. Los adultos tenían una vida propia que los niños no comprendían y en la que no debían involucrarse. Además, ella todavía no se había enamorado. ¿Cómo iba a saber lo que se siente? Tal vez, para Jean, Yvonne no era mala…


- ¡¿Jean, hasta cuando la vamos a mantener?! - dijo Yvonne, con una voz irritada.


- Hasta que sea lo suficientemente grande y se case. ¡No olvides, Yvonne, que ella también es mi hija! ¡No voy a abandonar a ninguno de mis hijos!


- ¡¿¡Tú hija!?!.. Ja, ja, - una risa sarcástica salió de su garganta. Sobrevino un silencio. Luego Yvonne siguió, furiosa: - Es hija de aquella desgraciada de costumbres ligeras, ¡tú hermana!


Marion escuchaba la conversación, y cuanto más oía, más pequeña e insignificante se volvía. Deseó no haberse despertado nunca...

“¿Sobre quién están hablando?

“¿Será sobre mí?" Aguardó conteniendo el aliento. "¿Qué hermana?” Marion sabia que Jean tenía una hermana pero no solía hablar de ella. Tampoco su hermana venía a verle. Marion nunca la había visto y Jean no sabía nada de ella desde hace años…

¿Acaso Yvonne la conocía? ¿Por qué hablaba con tanto desprecio de ella?


- ¡No hables así, de mi hermana! - se opuso él, enojado.


- ¡¿No tengo razón?! - Yvonne se enfadó aún más. - ¡¿No ves que la comida no es suficiente, Jean?! ¡Que nunca tenemos dinero! ¡Tiene edad para casarse ya, y cuidar de sí misma! Ella puede manejar la casa por su cuenta, ¡ya no es una niña!


- ¡¡Yvonne, pero Marie tiene sólo 14 años!! - su tío estaba indignado. - ¡Todavía es joven para tener su familia!

- ¡Ella no será la única! - respondió su esposa.


Marion escuchaba en la habitación oscura, llorando sin emitir sonido mientras sus hermanos dormían profundamente. Se encontraba entumecida... ¡¿Era posible que Yvonne la desdeñaba tanto?! Lo que escuchaba superaba su imaginación. No podía, ni quería creer lo que oía. "¡¿Jean no es mi padre?!" Este pensamiento la desbordó.

La realidad la golpeó con fuerza. Sus ojos se llenaron de lágrimas, mientras su mente trataba de procesar la información. “Entonces, ¿soy sólo una huérfana? ¿Quiénes son mis verdaderos padres? Mi madre¿es la hermana de Jean? ¿Qué tipo de mujer era ella si abandonó a su propia hija y nunca más volvió?”


Ahora, entendió porque Jean evitaba hablar de su madre... Comprendió porque Yvonne no la quería… De por sí ella no era una mujer cariñosa, pero su comportamiento con Marion era muy diferente y frío en comparación con sus hijos. El rompecabezas comenzó a encajar. Faltaban algunas piezas más, pero estaba segura de que pronto las colocaría en su sitio.


- ¡Búscale un hombre o será como su madre, una prostituta! "¡De tal palo, tan astilla!" - espetó Yvonne.


- Yo me ocuparé de eso... ¡Pero déjala crecer un poco más! - suplicó Jean, luego continuó: - Si no hubiera sido por ella que te ayudaba con los niños y la casa, hubiera sido muy difícil para ti. Y además, ella siempre ha trabajado muy duro para ayudarnos. ¡Ten piedad, Yvonne!


- ¡Ya no necesito su ayuda! Los mellizos me ayudarán.

Marion sintió un profundo vacío en su pecho, una mezcla de tristeza y confusión. “¿Por qué nunca me dijeron la verdad? ¿Qué más me han ocultado?” Se sentía traicionada y perdida.

Sus pensamientos se volvieron más oscuros. “¿Soy una carga para todos? ¿Es por eso que Jean me cuida, por un sentido de obligación hacia su hermana? ¿Alguna vez me ha querido realmente, como a sus propios

hijos?” La duda y la inseguridad empezaron a invadir su corazón.

Recordó todos los momentos en que Jean había sido amable y cariñoso con ella, cuando jugaban juntos y él le contaba tantas historias interesantes. “¿Fueron reales esos momentos? ¿O sólo eran parte de una fachada para ocultar la verdad?” Sentía que su mundo se desmoronaba. “¿Qué debo hacer ahora? ¿Cómo enfrentaré a Jean después de esto? ¿Tendré fuerzas de llamarle “papa” de nuevo?.... ¿Cómo debo llamarle desde ahora sabiendo la verdad? Tampoco tengo hermanos¡Soy completamente sola!"

Marion sollozaba silenciosamente, tapándose la boca con la mano para que no se le escapara algún sonido. No quería despertar a los niños.

Salió de puntillas de la habitación y bajó sigilosamente al sótano. Allí, Jean guardaba botellas de vino, y en ocasiones, ella lo había visto beber solo en la oscuridad. "Tal vez, ¡la vida de nadie es fácil! ", reflexionó ella en un suspiro. Decidió que el alcohol podría ayudarla. ¿Si Jean recurría a él algunas veces, podría ayudarla a ella también?


Bajó las escaleras descalza, agarrada a la pared porque no se veía nada. Todavía no podía encender la vela que llevaba consigo, porque la verían. La encendería cuando estuviera abajo.

La voz de Yvonne todavía se escuchaba desde arriba, pero Marion ya no comprendía lo que estaba diciendo. Lo que había escuchado hasta ahora era más que suficiente. Las palabras que se clavaron en su corazón como cuchillos: "es hija de tu hermana", "Se volverá como su madre, ¡una prostituta!" permanecieron en su cabeza y su echo la dejaba sorda para todo lo demás. Suplicaba que todo esto fuera otra pesadilla más, de cual había una salida: despertar.


Tomó la decisión de quemarse la mano con la llama de la vela para averiguar, si de verdad no era un sueño. Cuando bajó, abrió la vieja puerta del sótano y encendió la vela. Dejó su dedo encima de la llama un rato. El dolor la hizo quitarlo, pero seguía ahí, descalza y temblando de horror. ¡No, no era un sueño terrorífico! Gotas frías de sudor inundaron su cuerpo. Empezó a llorar bajito para que no la oyeran, buscando la bebida que la iba hacer olvidar la realidad. Encontró una botella de vino abierta. No se veía cuánto alcohol quedaba dentro, por eso la agitó un poco. No era mucho, pero como ella nunca había probado el alcohol, le iba a servir esta cantidad. Quitó el corcho, acerco la botella a sus labios, y la alzó. El vino entró en su boca. Sintió su sabor agrio y ácido a la vez.. . "¡Es asqueroso!", pensó. "Pero la realidad es peor..." - concluyó la chica y tomó otro sorbo. “¿Será que el vino te hace no pensar? Si los hombres beben, ¿debe ser una especie de cura para ellos?" - terminó la sentencia. Estaba llorando y levantando la botella, sorbo tras sorbo. El líquido comenzó a calentar su sangre, podía sentirlo en sus venas. Los latidos de su corazón se aceleraron . Podía escucharlo y sentirlo hasta en el plexo solar. Los pensamientos en su cabeza eran horribles, insoportables: "¡¿Por qué me desperté?!", se regañó a sí misma. "¿Quién soy yo?"; "¿Dónde está mi madre?"... "¿No me quería?... ¡Claro que no! Si me quería iba a venir a verme ¡por lo menos! ¡¿Qué demonios estoy haciendo aquí?!"


En ese momento, escuchó pasos en las escaleras que bajaban al sótano. Asustada de que la vieran, se escondió en un rincón y apagó la vela. Contuvo la respiración y esperó. La puerta se abrió y Jean apareció en el umbral, con una lámpara de gas en la mano. Marion se movió suspirando y salió de su escondite.


Jean se sobresalto. No esperaba verla allí, mucho menos con la botella en sus manos. La chica se arrojó a sus brazos con lágrimas en los ojos y siguió llorando desconsoladamente. Ya estaba claro para él que ella había escuchado su conversación con Yvonne. Se abrazaron y Jean le acariciaba la cabeza. Su largo cabello castaño, que era rubio cuando era muy pequeña, ahora estaba revuelto, oscuro y mojado por las lágrimas. Jean también lloraba... ¡Se sentía tan culpable! Quería protegerla para siempre de la cruel verdad, pero no pudo. La verdad siempre sale a la luz, aunque pase mucho tiempo...

Marion habló primero, sollozando:


- Entonces.., yo no soy tu hija, ¿papá?


Jean apretó la mandíbula. Le dolió el corazón por esta pregunta. Para él, ella era su hija. ¡¿No la había criado él solo?! ¡¿Qué importaba que no fuera su padre biológico?!

Él se apartó un poco de Marion. Le levantó la barbilla con un dedo y la miró a los ojos. La cara de ella tenía un color ceniciento.


- Para mí, ¡tú siempre serás mi hija! ¡Te he cuidado desde que viniste a este mundo! - La abrazó de nuevo y le dio un besó en la cabeza. Ella sólo sollozó suavemente y lo abrazó fuerte y desesperada.


- ¡Vamos, sentémonos y hablemos! - la invitó y la llevó de la mano hasta la pequeña mesa de madera con los dos taburetes de tres patas. Su búnker en la infancia, ya parecía desolado y toda su majestuosidad se había perdido para siempre, guardada solamente en sus recuerdos.


Su tío tomó la botella de la mano de ella y la levantó, vaciando el resto de su contenido en su garganta. Después, abrió una botella nueva.


-¿Es tu primera vez? - señaló con cabeza la botella. La chica asintió.

-... Sé que no es la mejor solución, pero a veces parece la única. - Jean bebió otro trago. - La triste realidad…, sirve como una anestesia cuando te perturban las cosas que no puedes dejar pasar y no puedes cambiar… Es muy dura la lucha con tu conciencia, hija.

-Para los que la tienen. No creo que todos la tengan… - respondió Marion mientras se acomodaba en la silla pequeña. - Si no, papá, ¡no habría tanta injusticia!

-De la injusticia se encarga Dios, Marie. ¡Déjalo hacer su trabajo!

-No creo que Dios se ocupe de esto si otros lo provocan... - se rascó la nariz. - La injusticia viene de la gente aprovechada, no de Dios. ¡Sino mi madre no me habría dejado! - lo soltó entre dientes. - ¡Si de esto se ocupara Dios no habría injusticias! Las provocamos nosotros y después esperamos a otro que nos salve. No lo ves? - clavó su mirada penetrante.


Jean bebía el vino como el agua…Estaba pensando en lo que ella decía. Le parecía que tenía razón en parte, pero también sabía que estaba muy dolida y lo entendía perfectamente.

Tampoco era fácil para él, especialmente desde que se casó. Pensaba que la vida sería mucho menos complicada y más llevadera cuando se compartiera con sus seres queridos. En fin, quizás se había equivocado…


Marion jugaba con la esquina de la mesa, con la cabeza gacha, y de repente, un torrente de recuerdos felices de su niñez junto a Jean acudieron a su mente. Esbozó una sonrisa, que se desintegró en la noche despiadada, la cual guardaba todos los secretos y los revelaba en los momentos menos oportunos.


-¿Dónde está mi madre?- rompió el silencio la chica. Su mirada enturbió, ya había perdido ese brillo radiante que la caracterizaba. - ¿Es cierto que es una prostituta? – se mordía los labios y su cuerpo temblaba.


Jean volvió a coger la botella y bebió otro sorbo de vino. Luego se la entregó:


-Bebe… ¡bebe un poco! Te ayudará a conciliar el sueño …

Marion tomó la botella en silencio sin contradecirle, y esta vez tomó un gran sorbo.


-No sé dónde está tu madre, mi niña… No la he vuelto a ver desde entonces..., después del parto…No sé, si está viva o no… - clavó su mirada en la mesa – No volvió nunca más … Estos tiempos inciertos desde que naciste… ¿Quién sabe dónde está? - añadió su tío con tristeza, mirando al techo. En su mente, se refería, al cielo, "sólo el cielo sabe dónde está". - A lo mejor por dentro ¿sabía que la mentí?..., que no cumplí su voluntad…

-¿Y por qué me dejó? ¿Fui yo, la causa? ¿Era mala? ¿No era bella?... ¿No me amaba?... - Marion le disparó con preguntas. Su voz era muy decaída y bajita, pero su mente no dejaba de dar miles de vueltas a la misma pregunta.


- ¡No, mi angelito! … Por el amor de Dios, ¡tú nunca has sido mala! Ella no pudo llegar a conocerte. Ni siquiera quería verte … - Jean tomó su mano entre las suyas y prosiguió: - No tenía dinero para criarte… Era muy joven y estaba sola también… Creo que tenía miedo de afrontar esta responsabilidad. La pobreza nos hace tomar malas decisiones, corazón…


-Entonces, ¿por qué nunca vino a verme? – ya se sentía mareada del alcohol, y las lágrimas simplemente seguían corriendo por su rostro, como una cascada ardiente que brotaba directo desde su corazón.


El corazón de Jean se hacía añicos del dolor que le causaba contándole todo esto. Pensaba que podría llevarse el gran secreto a la tumba, pero el destino siempre tiene sus planes ocultos, incomprensibles para los simples mortales.


La haló para que se sentara en su regazo y le acarició el pelo de nuevo . No quería mirar más esos grandes ojos marrones y tristes, que reflejaban todo el universo, incluso su impotencia para cambiar los acontecimientos. Quería tranquilizarla de alguna manera, pero sabía que era imposible. Tenía que admitirle lo peor, su alma necesitaba esa respuesta.


- Creo que tenía miedo al destino… Su deseo era arrojarte al Sena … - comenzó a llorar con desconsuelo, frunciendo el ceño.


Marion lo abrazó con fuerza.


-¡Gracias, papá! Gracias por no hacerlo…


-¡No podría, cariño!... No pude… - volvió a tomar un sorbo de vino. - Decidí criarte como hija mía, sin decírselo… Marguerite me ayudó... Sólo ella sabe toda la verdad. Y Yvonne, sólo parte de ella…


Se abrazaron y lloraron durante un rato. Entre sollozos, Marion susurró :


-¿Sabes Jean?,… si los ángeles realmente existen, ¡tú eres uno de ellos! - Ella le dio un beso con fuerza en la mejilla y se presionó aún más contra él. – No puedo describirte lo agradecida que estoy de tenerte a mi lado. ¡Lo que hiciste es el mejor regalo que he recibido alguna vez!


Los ojos de su tío se llenaron de lágrimas otra vez.


- Siempre te ayudaré con lo que pueda, hija mía…, incluso cuando ya no esté en este mundo. ¡Siempre cuidaré de ti!


- ¡Y de mamá, también! – sollozó ella - … Su alma debe estar muy infeliz…. ¿Debe ser que ha perdido su camino?... ¡Tienes que ayudarla, papá!


- ¡Más quisiera yo poder hacer esto, Marie! – su mirada se iluminó por un instante, después del cual se apagó y él prosiguió: - Cada cual sólo encuentra su camino, cariño. No es posible ayudar a los demás si ellos no quieren o no piensan que necesitan ayuda. Es imposible… – encogió los hombros y agitó la botella, dejándola luego sobre la mesa. Después de esto asintió y continuó:


- ¡Por supuesto, mi niña! Las cuidaré a las dos, esté donde esté. - volvió a acariciar y desenredar su cabello, luego le dio un abrazo y un beso en la mejilla .


- ¿Y qué vamos a hacer ahora? - Marion cambió de tema: - ¿Tendré que casarme ya? - en su tono de voz se notaba miedo, mezclado con angustia.


- ¡No te preocupes por eso, cariño! - trató de tranquilizarla. - Yo me ocuparé de Yvonne. Es demasiado pronto para casarte aún ... Eres muy joven, todavía. Pero tendrás que casarte como todas..., una mujer sola no puede prosperar. – constató tristemente. - Es nadie... Necesita de un hombre. - alzó los hombros, queriendo decir que la vida está hecha así y nosotros somos nadie para cambiarla.


En este momento, la puerta del sótano se abrió de golpe y Yvonne enojada, levantó la voz:


-¡¿Qué brujería sucede aquí?! ¡¿Estáis conspirando contra mí?!


Ambos se horrorizaron en absoluto estupor. No la habían oído bajar. Jean se recompuso primero:


-¡No hay nada de eso, Yvonne! Ya nos vamos a la cama ... Marion se ha despertado de una pesadilla ...


Su esposa vio de repente la botella sobre la mesa.


- ¿¿Bebes de nuevo?? ¡¿Cuándo vas a parar, Jean?!... ¡Sabes que tienes problemas de salud! ¡Mírate, cómo estás! - frunció el ceno. Cogió la botella y la arrebató, murmurando molesta entre dientes mientras salía de la habitación: "¡Me sofoco sólo con el olor! ... ¡No me bastas tú, que ahora y Marion será la siguiente borracha!" Al llegar al umbral, se giró hacia ellos y continuó con una voz sonora y potente:


-¡¿Cómo entrará el dinero en esta casa, si hay alguien para beberlo todo!!


- ¡Cállate por Dios, Yvonne! ¡Cállate ya, al fin! - Jean se increpó - Ya hemos terminado nuestra conversación... Ahora subo.


-¡¡¿Conversación?!! - les dirigió una mirada acerada y se giró de espaldas, cerrando la puerta bruscamente detrás de ella, agarrando la botella en la mano. Su voz resonó con indignación mientras hablaba para sí misma, pero de modo que ellos la escucharan, subiendo con rabia las escaleras: "¡Sólo hay ebrios y gente ingrata a mi lado!"





10.

Senderos de melancolía


Para Marion fue muy difícil aceptar que había llegado a este mundo sin un propósito claro, sintiendo el rechazo de su madre y la desilusión respecto a su padre. Por las noches, cuando se acostaba, conversaba mentalmente con su madre. A veces la culpaba, otras veces intentaba comprenderla y perdonarla. Se imaginaba cómo habría sido su vida si hubiera crecido abrigada por el amor materno, como una flor protegida del viento. En ese escenario, Yvonne no la odiaría, y sus “hermanos” serían simplemente sus primos. Las obligaciones que ahora tenía se disiparían como niebla al sol, y otras responsabilidades tomarían su lugar. Su mente creaba diversos escenarios de sus posibles destinos si se hubiera criado con su madre, y algunos de ellos no eran nada atrayentes. Algunos senderos eran simplemente ilusiones de una joven a quien le faltó una madre cariñosa y amorosa. Sin embargo, la escasa información que tenía sobre su madre era más certera que su deseo de creer en una madre que la amara, por lo que los caminos oscuros eran más probables de suceder.

¿Y Jean? Estaba segura de que lo amaría igual que ahora, aunque tendría otro padre. O tal vez, no. Quizás habrían sido sólo las dos luchando juntas contra las tempestades de la vida y quizá, no tendría la posibilidad de conocer a Jean, o de estar cerca de él.

Para Marion, Jean siempre fue el faro en su oscuridad, el único que le enseñó el significado del amor verdadero, sin prejuicios ni juicios. Ahora, sin embargo, no sabía cuál era el lugar de ella en “su familia” – lo que hasta ayer era “nuestra familia”. Se sentía como un extraño pájaro en un nido ajeno, la causante involuntaria de discordia en el matrimonio de su tío. Una realidad triste y cruel que debía aceptar. Con el tiempo, logró ponerse en el lugar de Yvonne y comprender mejor su comportamiento y sentimientos. Aunque no compartía muchas de sus actitudes, pudo entenderla mejor.

Le tomó mucho tiempo emerger completa de la tormenta, pero finalmente, aquel periodo se desvaneció como la bruma matinal, llevándose consigo la sexta guerra de esa interminable saga.




11.

El vendedor de recuerdos


Esta vez, los católicos consiguieron un pacto mucho más "favorable" con el Edicto de Poitiers en 1577.

Entre las guerras y tantas familias cruelmente destruidas, en un escenario observado por el mundo, la élite parecía divertirse con el sufrimiento de sus subordinados. Les importaban poco los crímenes cometidos en nombre de Dios, siempre y cuando se pagaran los impuestos y tasas. Las penurias del pueblo sólo les provocaban risas y burlas en conversaciones privadas.


La élite, que se suponía que era el “ejemplo a seguir”, actuaba como si no creyera en el Dios que predicaban, o como si el mal hecho por un rico no fuera un mal, justificándolo por una buena causa, como antes, como ahora, como siempre…

“¿Es posible que hubiera un Dios solo para ellos? ¿Y por qué entonces todos debían creer en su Dios, que les perdonaba cualquier acto imperdonable, aunque para los pobres no fuera así?” – Marion no lo entendía, le faltaba lógica, coherencia entre lo que se predicaba y lo que se hacía.

Durante su larga búsqueda de sí misma y la aceptación de la realidad, que le llevó un par de años, Marion comenzó a interesarse por la moda, influenciada en ese momento por los españoles.


En el siglo XVI, España transformó la dinámica del comercio en toda Europa occidental. Las telas ricas y los colores oscuros como el negro, así como los contrastantes colores vivos como el amarillo, el rojo, el rosa, la púrpura y el verde estaban de moda en distintas partes de Europa. Los trajes de las mujeres generalmente consistían en una bata suelta o ajustada sobre una falda o enagua, con alternativas como chaquetas cortas o corpiños con escote alto.

Las mujeres comunes usaban sobrefaldas resistentes, llamadas salvaguardias, sobre sus vestidos para montar o viajar, y capas con capucha en mal tiempo.

El principio de la Edad Moderna había traído consigo una moda nueva, extravagante, rica y atrevida, que llegó con fuerza desde España y fue muy bien recibida en toda Europa.

Este nuevo interés la llevó a coser ropa para su familia, encontrando en la costura una forma de expresarse.

En ocasiones se reunía con vecinas y amigas en una casa donde tomaban te, comían dulces y hablaban sobre temas de interés. Organizaban talleres de costura y cocina y, de vez en cuando clases de francés donde aprendían a leer y escribir. En aquellos tiempos no había escuelas, sólo unas pocas universidades. Por esto la gente aprendía en clases particulares o enseñándose unos a otros.

Con el tiempo haciendo la ropa ordinaria de la familia, Marion mejoró bastante y decidió confeccionarse un vestido más sofisticado y contemporáneo. Se hizo uno con flores estampadas, en el mismo color verde de la tela, visibles sólo a contraluz. Le añadió encaje en los hombros, en el escote y al final de las mangas, cual hizo estrechas por el brazo, antes de que la manga de trompeta estilizada cayera gentilmente sobre ella, como una caricia de la brisa en verano.

Era el vestido más bonito que tenía. El modelo se lo inventó ella misma y, con mucho esfuerzo, lo terminó después de dos meses. El resultado la sorprendió. Claro, no era exactamente como lo imaginaba, pero era bástate parecido y, cuando por fin se lo puso terminado, se sintió muy contenta. ¡Hasta se vio guapa! "¡Cómo nos cambia la ropa adecuada!" – pensó, asombrada de su descubrimiento. ¿Y dónde se lo iba a poner? ¿¿En casa?? ¿En la iglesia?... ¡Qué desperdicio! ¿O en alguna boda? Tenía tantas ganas de estrenarlo que no quiso esperar a una ocasión especial, por eso decidió ir al mercado a vender con el nuevo vestido. Seguro que la gente diría que es un mal ejemplo a seguir y mil cosas mas. Pero, ¿qué más da? ¡Qué hablen si no tienen cosas mejores que hacer! ¿Para qué guardarlo? Al final, ¡la vida son dos días y hay que disfrutarla! Si no, ¿cuándo lo iba a hacer? ¡¿Cuando se casara?!.. ¡Excluido!


En aquellos tiempos, a las mujeres se les prohibía ir a fiestas, era muy mal visto. Sólo los hombres tenían ese privilegio. El sitio de la mujer, especialmente de las plebeyas, era la casa, los niños y el marido. Una mujer casada no podía salir sola de casa sino acompañada.

Antes de salir, Marion se encontró con Yvonne en el puerta de salida. Su madrastra la miró de arriba abajo, evaluando su atuendo con una ceja levantada.


-¿Y a dónde crees que vas con ese vestido, Marion? – preguntó Yvonne con un tono mezclado de desaprobación y curiosidad.

-Voy al mercado. – respondió ella, intentando mantener la calma y la confianza en su voz.

-¿Al mercado? – Yvonne frunció el ceño. – No es apropiado llevar un vestido tan elegante a un lugar como ese. La gente hablará.

-Lo sé, pero tenía tantas ganas de estrenarlo que no quise esperar a una ocasión especial. – Marion sonrió tímidamente. – Además, me hace sentir bien.

Yvonne la observó por un momento más, luego suspiró.

-¡Haz lo que quieras, Marion! ¡Tú nunca escuchas lo que se te dice! Pero no olvides que representas a esta familia y tu futuro esposo, mi primo Antoine. Y ten cuidado. La gente puede ser muy juzgadora. ¡No me gusta que salgas sola, y menos vestida así!

Marion asintió.

-Lo tendré en cuenta, Yvonne. Gracias.

Con la última mirada de Yvonne, Marion salió de la casa y se dirigió al mercado, sintiendo la mezcla de emoción y nerviosismo en su pecho.

Contenta, con una sonrisa que hacía mucho no tenía, se dirigió al mercado.

Ahí, como siempre en tiempos tranquilos, bullía de gente. Algunos venían a comprar, otros a pasar el día, verse con amigos, o simplemente para colorear el tiempo monocromático de los días tristes y iguales.


A medida que caminaba por las animadas calles del mercado, Marion no podía evitar notar cómo la gente la miraba. Los colores vibrantes y la elegancia del vestido capturaban la atención de los transeúntes.

Algunas mujeres susurraban entre ellas, admirando en silencio el bello tejido y el diseño moderno. Los hombres también se fijaban en ella, unos con miradas de admiración y otros con un aire de curiosidad. Los niños, en su inocencia, señalaban y comentaban lo bonita que se veía.

Sin embargo, no todos los ojos eran amables. Algunas miradas eran de juicio y desaprobación. Marion escuchó a unas mujeres mayores murmurando sobre cómo no era apropiado llevar un vestido tan elegante a un lugar tan común como el mercado. Otros la miraban con desdén, pensando que intentaba llamar la atención de manera inapropiada.

Marion, sintiendo las miradas sobre ella, caminaba con la cabeza en alto y una sonrisa tímida en los labios. Sabía que ese vestido la hacía destacar, y aunque al principio se sintió un poco cohibida, pronto se dio cuenta de que disfrutaba de la atención, tanto la positiva como la negativa. Después de todo, estaba mostrando su verdadero yo al mundo, sin importar lo que los demás pensaran.

Al lado de su mesa, había una joven, tal vez de su edad, que susurraba algo a otra. Una era pelirroja con piel muy pálida y una figura admirable. Debajo de la cofia que llevaba, un mechón de su pelo indomable se asomaba con indiscreción. La otra era rellenita, con pelo rubio y rizado, recogido en un moño bajo y cubierto por un pañuelo gris, como el color de su falda. Ambas reían a carcajadas. Marion las observaba sonriendo. No sabía de qué hablaban, pero sus risas eran contagiosas, y su buen humor de hoy no le permitió evitar reír con ellas, sin saber por qué.

De improviso, recordó que cuando era muy pequeña, siempre era así de alegre. "¡Cómo cambió mi vida desde entonces..!", pensó Marion y suspiro, mientras recordaba la amarga verdad de que Jean era simplemente su tío y no su padre, como creía tantos años de su vida. Pero por suerte, la tormenta ya había pasado y el sol podía salir resplandeciente para alumbrar y calentar su ser.

Una de las chicas la vio reír con ellas y hizo una graciosa mueca. La otra escupió una cáscara de pipa de calabaza que se estaba comiendo y miró a Marion riéndose sonoro. Cuando dejo de reír la preguntó:

- ¿Tú que opinas, morena?... ¿El rey cada vez se lo cura más para los rumores, no? - esperó aprobación, pero Marion no entendió el chiste y encogió los hombros, arqueando las cejas y doblando los ángulos de sus boca hacia abajo en una sonrisa confusa:

- No sé a qué te refieres, simplemente me contagió vuestro buen humor.

- ¿Te acuerdas? Hace años salió un rumor de que al rey le gusta vestir como mujer… – habló la rubia otra vez, sentada en una silla, mientras limpiaba las cáscaras de pipas de su falda.

- Sí, se dicen muchas cosas sobre él y sus inclinaciones sexuales - acertó Marion.

- No sólo eso… – añadió la pelirroja - ¿Sabes que el año pasado – empezó a aclararle la conversación que tenían las dos, mirando a todos lados como la gente miraba con curiosidad qué iba a decir. - en un baile en el castillo de Valois, dicen que el rey Enrique, apareció con el cabello rizado y empolvado, con un escotado vestido de brocado y encaje, y por su puesto, con collar de perlas? - Hablaba alto y gesticulaba, riendo sin parar.

La gente alrededor comenzó a acumularse, riendo también, y otros curiosos se acercaban para saber de qué iba la broma.

- ¡Y eso no es todo! – exclamó la chica corpulenta con el pelo rizado.

Se levantó de la silla y dio tres pasos hacia Marion. Inclinando su cuerpo hacia ella, contó:

- ¿Has oído sobre sus visitas disfrazado a los baños públicos? ¡Dicen que le encanta mezclarse con la gente y escuchar que dicen sobre él!


Marion abrió la boca de sorpresa y la tapó con la palma de la mano.

-¿En serio? ¡Qué fuerte es eso! Ja,jaja…

-Sííí, - río la pelirroja. – Pero ojo, aquellos que han hablado mal de él desaparecen misteriosamente. Así que cuidado con lo que decimos. - tiró una mirada cómplice a su amiga.

-¿Y sus amores prohibidos? – Un hombre se entrometió en la interesante conversación entre las chicas y sus labios se estiraron en una sonrisa participativa. - ¿Saben que incluso se rumorea que tiene amantes secretos tanto entre mujeres de la nobleza como entre sus “mignons”? ¡Es todo un escándalo!

-¡Qué vida tan agitada! – exclamó Marion. – Nunca imaginé que la vida en la corte fuera tan llena de chismes y misterios.

-Así es morena, cada día es una nueva historia ja,ja,ja… - agregó la rubia. – ¡No se aburren de vivencias los gobernantes, y nosotros tampoco de escuchar los chismes sobre ellos! - y estalló nuevamente en risas.

La multitud adora los espectáculos pero siempre a cuenta ajena. Y cuando son con un fin gracioso el resultado es satisfactorio y liberador para los observadores.

“¡Hm, qué buena estrategia para vender! ¡Tengo que aprovechar el momento!" se dijo a sí misma Marion.

Había un momento de buenas vibraciones entre la gente alegre, y entre risas y chistes empezaron a comprar. Poco a poco, las risas fueron disminuyendo, y cada uno volvió a su mundo de preocupaciones y quehaceres, a su realidad cotidiana.

Marion logró vender bastante y, contenta, contaba el dinero a escondidas, por debajo de la mesa.

De imprevisto, una voz la hizo saltar de sorpresa:


-¡Bonjour, Mademoiselle!

Ella rápidamente escondió el dinero en su escote asustada y levantó la cabeza. Del otro lado de la mesa, un hombre joven y gallardo la miraba. Sus cabellos castaños y ondulados, que ya necesitaban un buen corte, le parecieron graciosos y le daban un toque despreocupado y gracioso. Tenía una sonrisa magnética y algo en sus ojos…, le resultaba familiar, pero no sabía aún el qué.

“¿Dónde he visto yo estos ojos?” pensó Marion, mientras lo miraba y, sin apartar la mirada, le respondió al saludo con una sonrisa timida:


-¡Bonjour, Monsieur! ¿Le puedo ayudar con algo?

-Permítame presentarme, señorita… Me llamo Pierre. – El joven cogió la mano de Marion en la suya y la besó gallardamente. Luego levantó la mirada y sus ojos se encontraron. Marion no pudo evitar sentir un leve rubor en sus mejillas, aunque mantenía la mirada firme en los ojos del joven, buscando en ellos ese algo familiar que le resultaba tan intrigante. Él le guiñó un ojo, algo en broma pero de forma pícara, e hizo una pequeña reverencia.

Ella, algo confusa e incómoda, bajó la mirada al suelo. Pierre, satisfecho con su reacción, la observaba con una sonrisa victoriosa dibujada en su rostro.

Marion abrió los ojos de par en par, pero se quedó muda y algo molesta. Era la primera vez que alguien se atrevía a tanto con ella; la seguridad del joven la incomodaba, pero no quería que él lo supiera.

Por lo general, los hombres de esta época no tenían buenos modales ni hábitos de higiene. Eran brutos, malolientes, y muchos de ellos malhumorados. No se interesaban por sus esposas (quienes vivían en un mundo aislado de la sociedad), sino sólo en los momentos de las necesidades personales básicas: comer y sexo. Las mujeres tenían pocas amistades y siempre con otras mujeres, para variar la vida monótona, pesada, y sin día libre que dedicaban a la familia, entregaban toda su vida, hasta su identidad. ¿Pero a quien le importaba entonces la identidad de una mujer? Éramos sólo la inspiración del hombre hasta que satisface sus ilusiones y necedades para la procreación, nada más. Esto era algo bastante común en los inicios de la Edad Moderna, la mujer no era nadie si no se casaba, y tampoco podría adquirir riquezas a través del matrimonio. Tampoco se le permitía estudiar.


Pierre sacó unas muestras de telas que llevaba consigo y comenzó a mostrárselas a Marion lentamente, mientras le hablaba con una sonrisa juguetona:

-Veo que tiene buen gusto. - La miró de arriba abajo, admirando el precioso vestido que llevaba en un día normal de trabajo. – ¿Tal vez le gusten algunas de mis telas? Esta, por ejemplo, es de seda, - le mostró una exquisita tela con estampado en rayas. - importada de las lejanas tierras del Oriente – dijo, rozando suavemente la tela contra su propia mejilla. – Y esta, de lino, es perfecta para un vestido de verano.

-Marion observaba con atención cada tela que Pierre desplegaba. El joven no dejaba de mirarla a los ojos, lo que la hacía sentirse aún más incómoda.

- ¿Te gustaría tocarla? – preguntó Pierre, extendiéndole una de las telas más finas.

Marion, dudando por un momento, aceptó la oferta y acarició la tela con la punta de los dedos. A pesar de la incomodidad inicial, no pudo evitar sentirse fascinada por la suavidad y la calidad de las telas. Su atención se distrajo con los colores brillantes y las texturas suaves de las telas que le enseñaba aquel forastero. Su mente esbozaba modelos de diferentes trajes y vestidos y sus ojos se iluminaban cada vez que una nueva idea invadía su imaginación.

¡Cómo deseaba tenerlos! Aunque fuera sólo algunos de tantos que su mente recreaba al instante.


Inesperadamente, un viejo recuerdo la secuestró: "estaba viajando con su padre a París, y junto a ellos había otro padre que viajaba con su hijo mayor, que entonces tendría unos 13 años, mientras ella apenas tenía 7.

Marion, aún pequeña, parecía más valiente que aquel muchacho. Mientras él imaginaba la inminente muerte por el agua que llenaba el pequeño barco, ella ya había catalogado esa situación en el departamento de “la mejor opción entre dos malas“ – refiriéndose a la muerte a causa de la guerra o a hundirse al fondo del río.“

El mercado estaba lleno de vida. Los vendedores pregonaban sus productos en voz alta, y los aromas de especias y comida recién cocinada llenaban el aire. El bullicio de la gente, mezclado con el sonido de las risas y las conversaciones, creaba un ambiente vibrante y animado.

El hombre frente a ella, Pierre, tenía los mismos ojos que aquel chico de su recuerdo, aunque algo había cambiado. Ahora esos ojos eran más metódicos y menos humanos. La espontaneidad juvenil había desaparecido en algún momento en el tiempo.

Marion rompió el silencio:

-¿No vendía usted vino con su padre? - le lanzó una mirada inquisitiva - Hace muchos años...

No estaba segura si era realmente aquél chico con el que sacaban el agua que brotaba de las olas y entraba en el barco, vertía como un balde de lluvia otoñal, empapándolos "hasta los huesos" a pesar de los impermeables que llevaban, y el viento que les hacía la penuria más real y dramática. Recordó que él estaba bastante preocupado por la posibilidad de hundirse con el barco. Sonrió imperceptiblemente, rememorando esta historia de su infancia.

-Sí, vendamos. ¡Qué no! - explicó con un gesto descuidado. - Quizás nos hemos visto en alguna parte, no lo niego... Viajo a menudo. ¡Trabajo! - Trató de hacer una mueca de pena, pero en cambio sus rasgos mostraron satisfacción.

¡No estaba falto de orgullo! Se quedó mirándola penetrante por unos instantes, y Marion sintió una ola de calor que de repente se apoderó de ella y luego la dejó temblando, confundida y tristemente sola. Nadie antes la había mirado así.

El rostro de él, cambió y se puso triste, después algo pensativo, y de pronto saltó con grito de victoria:

-¡¡Tú!! - la señaló con el dedo, que empezó a temblar. ¡Tú fuiste aquella niña pequeña que no tenía miedo de que el barco se hundiera!... ¡Te daba igual!

Ella asintió sonriente. El joven prosiguió:

-¡Tú me decías que preferías morir ahogada que ensartada por los católicos! - Pierre sonrió. - Yo estaba tan aterrorizado pensando que nos ahogaríamos y moriríamos en sufrimiento. Y de repente, una niña, que aún no entiende nada de la vida, me sale con otra perspectiva: ¡que esto podría ser la mejor muerte posible! - se echó a reír. Luego continuó: - Espero que disculpe mi negligencia, Mademoiselle, de no recordar su nombre. - la miró durante un largo tiempo, estirando el pliegue de sus labios en una sonrisa casual. - ¡Han pasado tantos años desde entonces...!

Ambos se echaron a reír.

-No se preocupe, no lo tendré en cuenta. Tampoco recordaba su nombre, señor. - Marie respondió con una carcajada. - Sólo sus ojos son iguales ... - añadió después en un tono serio. - Los mismos, y de alguna manera diferentes... - Ella lo miró de nuevo, con una mirada larga y curiosa, explorándolo.

Pierre se sintió incómodo por un momento y miró hacia abajo. Luego sonrió y la miró de nuevo, pero reiniciado.

- ¡Espero que le gusten ahora, tanto como les gustaban entonces! - declaró con ilusión.

- ¡No dije que me gustaban, entonces! Sólo dije que conozco estos ojos. Hay una diferencia… - contraatacó la joven "¡Hmm, se está buscando halagos! ¡Qué vergüenza! Tengo que tener cuidado con él …¡Qué pena, justo cuando empezaba a gustarme!"

- ¡No pensé que nos volveríamos a ver algún día! – exclamó el joven.


Luego se sintió avergonzado y murmuró:

- ¿Puedo tutearla? Ya que nos conocimos en tiempos críticos... - se había dado cuenta de que en varias ocasiones la tuteaba sin querer. - La gente se hace más cercana entre un enemigo común. Pero si no fuera por ti, ¡no te reconocería! Has cambiado. ¡Y mucho! - La evaluó con la mirada de pies a cabeza nuevamente, y una sonrisa desafiante apareció en su rostro! Dio un pequeño paso hacia ella y estiró con un gesto su camisa blanca que le llegaba casi hasta las rodillas. El fino y bien arreglado bigote que tenía se movió nerviosamente. Le daba un toque entre intelectual y artístico.

- ¿Espero que aún no estás casada?-la miró el conocido de la infancia.

- Todavía, no... - suspiró. No se entendía si lo decía lamentándose o con molestia. El joven arqueó las cejas, esperando una explicación.

- Ya me han elegido marido…, incluso están arreglando los regalos de la boda. - Su voz cantaba en una escala menor, algo triste y tal vez desesperada. - Sólo mi padre y yo tenemos que conocerle... Es un pariente de mi madre - se encogió de hombros y trató de no sonar trágica ... "¿No funcionó?" se preguntó a si misma. "¡Soy tan mala actuando!"

- ¡Oh là là! La cosa se está poniendo seria! - soltó Pierre, mitad en broma, mitad en serio. Apretó los dientes y sonrió: - ¡Entonces no perdamos el tiempo,...! - Hizo una pausa y la miró, esperando finalmente escuchar su nombre.

- Marion… Mi nombre es Marion. -respondió ella, entendiendo la indirecta.

- ¡Ah, sííí! ¡Marie!... - frunció el ceño. ¡Ahora sí, me acuerdo! Tú padre te llamaba así. - vociferó, fascinado por su buena memoria. Ella se rió, encontrándolo divertido y deseando que este hermoso momento no terminara. La señal de alerta se había callado. En realidad, la señal avisa sólo una vez y después te deja aprender algunas lecciones de la vida de la peor forma posible.

- ¿Entonces nos vemos mañana, encantadora Marie? - levanto levemente su gorro, hizo una reverencia y le besó la mano. - Disfruté mucho de tu compañía, pero lamentablemente, tendré que dejarte ahora. Ya muchos ojos nos han estado observando... Y para una mujer decente, no es de buena vista hablar tanto tiempo con un extraño. – sonrió significativamente. - ¿Puedo acompañarte hasta tu casa?

- ¡No, gracias Pierre! Es mejor que no nos vean juntos.

- Entiendo. – contestó él desanimado. – Pero me gustaría verte de nuevo…

Una sonrisa iluminó el rostro de Marion:

- ¡Nos podemos ver mañana en el mercado! Pasa por mi puesto al final del día.

Pierre asintió con una mezcla de alivio y entusiasmo:

-¡Perfecto! Nos vemos mañana, entonces.

El forastero hizo una última reverencia:

-¡Hasta mañana, Marie!

Marion lo observó marcharse, sintiendo una mezcla de anticipación y curiosidad por lo que el día siguiente podría traer. Con una sonrisa en sus labios, recogió sus cosas y se dirigió a casa, su mente se llenó de pensamientos sobre el inesperado reencuentro.



 
 
 

Comments

Rated 0 out of 5 stars.
No ratings yet

Add a rating

Formulario de suscripción

¡Gracias por tu mensaje!

©2020 por Poesía y algo más. Creada con Wix.com

  • Facebook
  • Twitter
  • LinkedIn
bottom of page