Por Si Mañana Despierto
- alternativanely
- 24 mar
- 15 Min. de lectura
Actualizado: 24 mar
Hoy me desperté... y algo era diferente. No sé decir exactamente qué, pero había una sensación nueva, como si el día se hubiera despojado de su peso habitual. Me quedé un momento en el borde de la cama, inmóvil, esperando sentir las punzadas familiares en mis rodillas o el tirón molesto en la espalda que solían saludarme al amanecer y acompañarme constantemente durante los años que pesaban sobre mi cuerpo. Pero no llegó nada. Ningún dolor, ningún lamento de mis huesos cansados. Solo bienestar. Extrañeza. Había olvidado lo que era sentirse ligera.
Con cuidado, apoyé los pies en el suelo. La cerámica fría bajo mis dedos hizo que un estremecimiento recurriera mi cuerpo. Pero, al incorporarme, algo más me sacudió: una energía familiar pero perdida en el tiempo. El simple acto de ponerme de pie, algo que tantas veces había sido un esfuerzo monumental, se sintió... fácil. Liviano, incluso. Caminé hasta la ventana, empujándola para abrirla un poco más. El aire fresco de la mañana entró junto con los primeros rayos del sol, que eran como hilos tejiendo un nuevo amanecer dentro de mí, trayendo consigo un suave aroma a jazmín. Respiré profundamente, por primera vez en mucho tiempo, sin obstáculos y llena de energía.
Miré hacia el pequeño jardín. Las flores amarillas y púrpuras se asomaban tímidamente entre el césped sin cortar, algunas ligeramente dobladas, como si compartieran el cansancio que yo solía sentir. Pero algo en ellas llamó mi atención. A pesar de estar algo apagadas, había vida en sus colores y en cómo se movían con el viento, como si intentaran recordar cómo florecer plenamente. Algunas levantaban sus cabecitas, buscando el calor de los primeros rayos de un sol gentil y agradable. Algo en mi interior me decía que debía salir, tocar esas hojas, sentir la tierra bajo mis manos y recordar lo que era vivir, no simplemente existir.
Me puse una chaqueta ligera y, con una extraña mezcla de curiosidad y emoción, empece a bajar las escaleras con un ímpetu que no había sentido desde que era joven.
Al llegar al salón, mis pasos se detienen frente al gran espejo. Un escalofrío recorre mi espalda cuando mis ojos se posan en el reflejo. Y entonces grito. Lo que veo me deja sin aliento. Me quedo inmóvil, paralizada, incapaz de apartar la mirada. Ahí estoy. Yo. Pero no soy la que esperaba encontrar.
El reflejo me devuelve una imagen que no esperaba encontrar. No soy la mujer mayor, con la piel surcada por las huellas de los años y el cabello blanco. En su lugar, está alguien que apenas recuerdo... pero que ahora reconozco: yo misma, en mi juventud.
Mis ojos recorren mi piel tersa, mis mejillas rosadas y mi cabello oscuro y brillante, cayendo en cascada por mi espalda. Levanto una mano temblorosa hacia el espejo, tocando la superficie como si quisiera asegurarme de que no estoy soñando.
- ¿Qué está pasando? - susurro.
Mi voz, más suave y clara de lo que la recuerdo, rebota en el silencio del salón. Toco mi rostro, mi cabello, observándome. Las lágrimas comienzan a llenar mis ojos mientras trato de entender el milagro frente a mí.
Antes de que pueda procesar lo que veo, algo más capta mi atención: el aroma del café recién hecho flotando en el aire. "¿Pero cómo es esto posible?", pienso confundida. Vivo sola. ¿¿Quién podría haber preparado café??
El sonido de pasos suaves viviendo de la cocina me saca del ensueño, y entonces lo veo.
Ahí está él. En el umbral, con dos tazas de café en las manos, mi difunto marido sonríe con esa expresión que tanto había amado, con esa sonrisa cálida que parece iluminar toda la casa:
- ¿A dónde vas sin tomarte el café, mi amor? - dice con una calma que contrarresta mi mente alborotada, incrédula y confundida.
Abro aún más mi boca, atónita. Las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas, incontenibles. "¿Me he despertado en el pasado? ¡¿Qué está pasando hoy?!", pienso mientras mi corazón se llena de emociones que habían estado dormidas durante años.
Corro hacia él con una sonrisa que siento salir desde lo más profundo de mi alma, lo abrazo y rompo a llorar.
Él me mira, confuso.
- ¿Tuviste una pesadilla, corazón? ¡Cálmate! Ha sido sólo un sueño.
Seco mis lágrimas con la mano y sonrío, feliz de tenerlo de nuevo entre mis brazos. Cojo las tazas de café de sus manos y me dirijo hacia la puerta:
- Me apetece tomarlo en el jardín hoy. ¿Me acompañas?
- Claro que sí. ¿Cuando no te he acompañado? No quero verte triste, me arruinas el día. Cuéntame, ¿qué tanto soñaste?
Salimos afuera y nos sentamos entre las flores. El canto de los pájaros adorna el ambiente, mientras una brisa suave hace bailar las hojas de los árboles.
- Nada. ¡Estoy tan feliz de verte! - exclamo entre lágrimas.
- Y ¿por qué lloras entonces? Estoy aquí contigo, como cada día...
Se me escapa otra sonrisa, pero no le respondo. Sólo tomo mi primer sorbo de café, mirándolo a los ojos, pensando que todo es tan perfecto como nunca lo supe ver.
-Tómate el café tranquila, cariño, que ya sabes cómo es... Dentro de poco volveremos al caos que tanto odias. Te quedan diez minutos para despertar a los niños, preparar las mochilas, la pelea de cada mañana...ja, ja. - Su risa es suave, cálida, como si me estuviera preparando para el desafío que en otro tiempo me habría agotado con sólo pensarlo.
Pero algo en mí es diferente esta vez. Estoy radiante, casi eufórica. El café caliente entre mis manos, el aroma reconfortante que se mezcla con el de jazmín en el jardín, y sobre todo, la certeza de que estoy aquí, joven otra vez, lista para enfrentar todo lo que venga.
Recuerdo que hace años detestaba esas mañanas de carreras, el griterío de los niños, los uniformes que no encontraba, los eternos "¡Mamá, no quiero ir al cole!", "Me olvidé los deberes en casa. ¡Tenemos que volver!"..., y justo en la puerta del colegio. Pero ahora, cada uno de esos momentos me llena el alma y me parece un regalo.
Miro a mi marido y sonrío, no porque el caos desaparezca, sino porque lo abrazo con el alma abierta. Estoy aquí. Con ellos. Con él. Todo lo que alguna vez me pareció agotador ahora me parece un lujo.
-¡Déjame disfrutar este momento, amor! - le digo mientras llevo la taza a mis labios. – Y luego, que venga todo el caos del mundo. Estoy lista.
Nos tomamos el café juntos, riendo, mientras el sol comienza a calentar las flores del jardín. Por un instante, siento que nada, ni siquiera el tiempo, puede arrebatarme este momento de felicidad.
Él termina su café y se levanta. Quiero detenerlo, tenerlo un poco más a mí lado, pero tengo mis obligaciones, al igual que él las suyas.
- Hoy no me esperen para cenar. Tengo mucho trabajo. Volveré tarde...
Se levanta de la silla, coge las lleves de su coche, me da un beso, se gira de espaldas y se dirige hacia el portal. Lo miro según se aleja y me pregunto si lo volveré a ver.
- ¡Espera Juan! - mi voz, nostálgica y desesperada, lo detiene. Él se voltea.
- No hace falta trabajar tanto...- me oigo decir. - ¿Cuando disfrutaremos de la vida? Se nos escapa de prisa… ¡Nunca tenemos tiempo para nosotros!
Él me mira con desconcierto, como si no entendiera lo que me está pasando.
- Tenemos muchas cosas que pagar, ya sabes... No puedo desaprovechar esta oportunidad. Me pagarán bien estás horas extras...
Luego sonríe nuevamente y, antes de irse, me promete:
-Este finde organizaré algo para nosotros dos. Dejaremos a los niños con mi madre y ¡nos perderemos de todas las obligaciones, como en los viejos tiempos!
- ¡Te quiero! - grito detrás de él, aunque por dentro quiero vociferar: "¡No me dejes, por favor! Tal vez esta sea la última vez que te vea...
Ya saliendo del portal, me lanza un beso en el aire y, con prisa, balbucea:
- Yo también, cariño.
Entra en su choche y se pierde por el camino. Detrás de él queda sólo el polvo de la carretera, que parece una nube siniestra tragándoselo.
Recojo los tazas de café, los dejo en el fregadero y voy a despertar a los más pequeños de la casa: Daniel y Oliver.
Decido que hoy no arreglaré sus mochilas; dejaré que lo hagan ellos, aunque el tiempo no esté a mi favor, como siempre. Me acerco a Daniel y le acaricio la carita. Él empieza a hacer muecas en su sueño y alza la mano para apartar la mía.
Parpadea lentamente cuando mis dedos rozan su mejilla. Se estira como un pequeño gato, con los ojos todavía cerrados, y murmura algo incomprensible en tanto que un bostezo profundo se escapa de su boca. Lo observo con una sonrisa, viendo la paz que sólo un niño puede reflejar al dormir.
- ¡Es hora de levantarse, campeón! - le digo con suavidad.
Él abre un ojo, entre confundido y soñoliento, y masculla:
- ¡Cinco minutos más, mami!
Su voz, aún adormilada, me llena el corazón. Le acaricio el cabello despeinado y comienzo a darle besos en la cara. A Daniel no le gustan los besos y empieza a luchar conmigo para apartarme. Yo, riendo, le hago cosquillas mientras sigo dándole besos. Él ríe a carcajadas e intenta esquivarlos.
- ¡Vale, ya vale, mamá! ¡Me levanto, sólo deja de besarme! ¿Qué te pasa hoy? ¡Tenemos prisa! ¿Por qué pierdes tu tiempo? ¡Vas a llegar tarde al trabajo! ¡Deberías estar gritando! ¿Se te olvidó?
Yo estalló en risas.
- Hoy he decidido cambiar. - le respondo con calma.
- Pues no estoy acostumbrado a que me despiertas así. ¡Ya soy grande! – replica, indignado, el más pequeño, que tiene solamente cuatro años.
- ¡Perdón, Dani! - me disculpo riendo y me acerco a la cama de Oliver.
Oliver, a diferencia de Daniel, ya está despierto. Está envuelto como un gusanito en su manta, con los ojos clavados en el techo y la mente probablemente perdida en alguna idea descabellada. Siempre ha sido el soñador, el que ve mundos donde otros solo ven rutina.
-Buenos días, Oli. ¿Qué se te ocurre hoy? - le pregunto y me siento a su lado.
Él voltea la cabeza hacia mí, con una sonrisa traviesa en los labios.
- Nada... sólo estaba pensando que hoy podría inventar una nave espacial para llegar al sol sin quemarnos.
- Mmmm, ¡eso suena a todo un reto! ¿Crees que podrás hacerlo antes del desayuno o necesitas más tiempo?
Se ríe y se enrosca aún más en su manta antes de responder:
- Primero comeré. Después conquistaré el universo.
Me río con él y me inclino para darle un beso en la frente. En ese instante, siento la vida vibrar a mi alrededor: ellos, mis hijos, mis pequeños mundos. Me pregunto cómo podría haber dado por sentado alguna vez esos momentos de felicidad y esas frases que parecen pequeñas, pero que en realidad sostienen mi universo entero.
El olor del café todavía se percibe en el aire. Es hora de volver al día a día. Me levanto y, con una mezcla de ternura y energía, anuncio:
- ¡Vamos, chicos, fuera de la cama! Hoy es un buen día para conquistar el sol… o simplemente llegar temprano al colegio.
Me acerco a la puerta y, antes de salir les recuerdo:
- Id a asearos y os quiero vestidos en el comedor. ...¡Y daos prisa, porque hoy haréis vuestras mochilas solos! Como ya sois grandes...ja, ja - termino riendo, disfrutando de mi buen humor y de tantas ganas de vivir como nunca.
Me dirijo al cuarto de mi princesa irresistible y rebelde, Inés. Abro la puerta y la encuentro dormida, como siempre, con la almohada en el suelo, la manta también, y ella acurrucada contra la pared, formando un semicírculo. La miro con ternura y recuerdo cuando era bebé...¡Cómo ha crecido! Pronto será una bella dama y me volverá aún más loca con sus caprichos de adolescente. Me siento al borde de su cama y, con cuidado aparto su cabello de la cara. Inés sigue durmiendo plácidamente.
Mi mano se desliza hasta su pie descalzo, acariciándolo. Ella lo aparta, pero continúa su sueño profundo. Mis dedos suben por su pierna con delicadeza, haciéndole costillas, y comienza a darme patadas. Suelto una risa, y ella abre los ojos.
- ¡Qué pesada eres, mamá! ¡Déjame dormiiiirr!
- ¡Es hora de levantarte, cielo! Vas a llegar tarde para el cole...
Me agacho y le doy un beso en la mejilla. Ella me abraza y se cuelga de mi cuello.
- ¡Acuéstate conmigo, mamá! ¡Sólo un ratito!
Me acuesto a su lado ,abrazándola y acariciándole el pelo. Inés cierra los ojos y, enseguida, vuelve a dormirse. ¡Sí que es complicado despertarlos y conseguir que salgamos de casa! Ja,ja,ja.
Enseguida, escucho gritos y carcajadas provenientes del baño, seguidos por los piececitos de Daniel corriendo hacia la habitación de Inés, sollozando. Suspiro. A ver, ¿qué pasa ahora?
Daniel entra con estruendo, con los ojos llenos de lágrimas y el ceño fruncido.
- ¡Mamá! ¡Oliver tiró mi cepillo de dientes a la basura y ahora no me los puedo cepillar! - se queja entre llantos.
Suspiro y lo tomo de la mano para tranquilizarlo.
- A ver, Dani. Tranquilo. Vamos a llamar a Oliver y a entender qué ha pasado, ¿vale?
Llamo a Oliver, que aparece en la puerta con cara de culpabilidad, aunque intenta mantener su postura seria, como si nada fuera de lo normal hubiera ocurrido.
- Oliver, ¿por qué tiraste el cepillo de Daniel a la basura?
Oliver cruza los brazos y responde indignado:
- ¡Porque estaba limpiando el váter con mi cepillo de dientes! ¿Te imaginas, mamá? ¡¡Con mi cepillo de dientes!!
Me volteo hacia Daniel, que de repente ha dejado de llorar y mira al suelo, intentando esquivar mi mirada.
- Daniel, - digo con voz firme -, ¿es verdad eso? ¿Usaste el cepillo de Oliver para limpiar el váter?
Daniel da un pasito atrás, jugando nerviosamente con sus manos.
- ¡Solo intentaba ayudarte, mamá!… Así tendrás un poco de tiempo para ti también…
Oliver pone los ojos en blanco, exasperado.
- ¡No es verdad! – proclama. – ¡Fue porque no quería jugar con él! ¡Por eso tiré su cepillo! ¡Para que aprenda la lección!
Intento no reírme, porque la situación es tan absurda que me cuesta mantenerme seria. Respiro hondo, mirando a ambos.
- Bueno, chicos, es hora de resolver este lío. Primero, Daniel, no puedes usar el cepillo de otra persona para… limpiar cosas que no deben limpiarse con cepillos de dientes. Y tú, Oliver, aunque entiendo que te enfadaras, tirar el suyo a la basura tampoco fue la mejor solución. Daniel, si estás tan preocupado por mí, por la tarde te dejo a ti limpiar el polvo, ¿de acuerdo? – sonrío moderadamente conteniendo las ganas de reír.
Daniel agacha la cabeza y, muy serio, responde sin entusiasmo:
- Vale, mamá.
Oliver lo mira triunfante y le da una palmada en el hombro:
- Esto por pensar que eres más listo que mamá…
- Ya está bien, Oliver. Dani ya aprendió.
Daniel, aún mirando tímidamente al suelo, asiente. Yo, incapaz de contenerme, me río, y abrazo a los dos. Nos dirigimos a la cocina para desayunar, mientras pienso que, con estos niños, ningún día es aburrido.
Sentados ya en la cocina preparan el cacao mientras yo les hago las tostadas y, como siempre esperamos a la mayor: Inés. Siempre es la última. Tal vez tendré que despertarla una hora antes que a los chicos, reflexiono, poniendo las tostadas en la mesa.
Mientras todos desayunan en la cocina, Oliver se levanta de la mesa después de terminar y dice que irá a buscar las mochilas, la suya y la de su hermano. Pasan unos minutos y no regresa. Para entonces, todos ya hemos terminado el desayuno y estamos listos para salir de casa. Impaciente, le digo a Inés:
- Ve a buscar a tu hermano, que nos vamos a retrasar para el cole. Yo recojo la mesa.
Inés suspira con resignación y se levanta. Daniel decide acompañarla, como de costumbre, más por curiosidad que por otra cosa. Me quedo en la cocina recogiendo los restos del desayuno cuando, de repente, unos gritos desde la habitación de los chicos me alertan. Dejo lo que estoy haciendo y corro hacia allí, preguntándome qué lío han armado ahora.
En el pasillo, me los encuentro. Inés y Daniel están fuera de la habitación, aterrados y riendo a la vez. Oliver está un poco más apartado, con los ojos bien abiertos, tapándose la boca como si no supiera si reír o asustarse.
Inés me ve y se acerca furiosa.
- ¡Tu hijo es un imbécil! Vámonos de aquí, que me da miedito.
Daniel, entre lágrimas, señala la puerta del cuarto y declara:
- ¡Yo me mudo a la habitación de Inés! Aquí no quiero vivir más. ¡Qué viva Oliver con el monstruo!
Miro a Oliver, que sigue paralizado, y pregunto:
- ¿Qué ha pasado ahora? ¿Qué monstruo hay? Vamos niños, dense prisa, ¡que vamos a llegar tarde!
Inés, con su típico dramatismo, señala a Oliver como el culpable de todo y empieza a contar lo sucedido:
- Tu hijo - dice con énfasis - ha decidido invocar a un demonio. Bajó la persiana porque, según él, tenía que estar oscuro. Puso una escoba apoyada en la ventana porque “así se debe hacer el ritual”. Pero le dio miedo y salió pitando sin coger las mochilas.
Yo levanto una ceja, haciendo un gran esfuerzo por no reírme, mientras miro a Oliver, que intenta contener una risa nerviosa.
- ¡Pero dejad dormir a ese demonio! Es muy temprano ahora. Ellos se evocan de noche… ¡Vámonos que llegaremos tarde!
Inés continúa, elevando la voz y gesticulando:
- ¡Yo le dije que eso son tonterías! Entramos juntos para buscar las mochilas, pero justo cuando estábamos dentro… ¡la escoba se cayó sola haciendo ruido! ¡Y sin alguien tocarla, mamá! Nos asustamos y salimos corriendo.
- ¡Claro, el monstruo la tiró! - aclara Daniel con los ojos brillantes y bien abiertos.
- ¡Es un demonio! - lo corrige Oliver.
- Me da igual que sea, pero que comparta el cuarto contigo si tú lo llamaste. ¡Yo voy a vivir con Inés!
Inés protesta, como siempre:
- ¡Quiero estar sola! ¡No puedo compartir mi habitación con un niño! El renacuajo tiene su cuarto…
Me entrometo, porque ya se está pasando:
- Inés, tú hermano se llama Daniel, ¡no le puedes llamar renacuajo!
- Es de broma, mamá, como es pequeñito… Lo digo con cariño. – se excusa rápidamente.
- ¡Yo ya soy grande! – empieza Daniel. Y comienza un caos, todos chillando.
- ¡Basta ya! ¡Nos tenemos que ir! No hay ningún demonio, ni monstruo. ¡Cada uno se queda en su cuarto!
Los tres parecen igual de conmocionados y divertidos. Resoplo, mirando a Oliver.
- ¿Tienes algo que decir en tu defensa?
Oliver encoge los hombros y suelta entre risas:
- Creo que necesito un exorcista para las mochilas.
Intento mantener la seriedad, pero no puedo evitar reírme ante la absurda situación. Inhalo profundamente, entro en la habitación, subo la persiana y recojo las mochilas, pensando que, con estos niños, ningún día es aburrido. Luego salimos corriendo hacia el coche para llegar a tiempo al colegio.
Después de dejarlos en el colegio, justo al arrancar el coche de nuevo para ir al trabajo, mi teléfono empieza a sonar. Lo primero que pienso es que no lo voy coger porque tengo prisa, pero por curiosidad, echo un vistazo a la pantalla. Es mi madre.
Normalmente, colgaría la llamada prometiéndome que le devolveré la llamada más tarde, pero hoy todo se siente un poco diferente, aunque sigue siendo igual que siempre. Decido cogerla.
- Hola mamá, ¿cómo estás? – digo mientras mantengo una mano en el volante.
- Hola, Lucía, - empieza ella – lamento llamarte en este momento, supongo que vas camino al trabajo y tienes prisa…, pero me llamó tu hermana para reunirnos este sábado en casa, y, para que no se te olvide, quería avisarte con tiempo.
Suspiro, recordando que este finde Juan y yo habíamos planeado una escapada juntos. ¿Qué hago? Quiero ver a mi familia, pero también necesito tiempo a solas con él. ¡¿Por qué siempre se junta todo?! Parece imposible hacer planes sin que algo los estropee.
Me quedo en silencio demasiado tiempo, tanto que escucho la voz de mi madre, preocupada al otro lado de la línea:
- ¿Lucí, estás ahí? ¿Me oyes?
- Sí mamá. – respondo pensativa – Me parece una idea excelente, pero tenía planes para este fin de semana… ¿No podemos dejarlo para la próxima?
- No creo… - dice ella - Tú hermana quiere anunciar algo…
“Hmmm, seguro está embarazada otra vez “, pienso intentando descifrar por qué tanto misterio si no.
- Bueno, mamá, ya pensaré qué puedo hacer. Te llamo cuando salga del trabajo, ¿vale? No te preocupes. ¡Te quiero!
- ¡Qué tengas un buen día, hija! Y yo a ti. – farfulla antes de colgar la llamada.
Las cosas siempre se tuercen justo cuando pienso que tengo todo bajo control. Se me baja el ánimo pero me convenzo de que encontraré la mejor solución para no perderme ninguna de las opciones que la vida me ofrece. No dejaré que esto arruine mi día, como solía pasar en el pasado.
Al final, el día pasó maravillosamente. No fue exactamente como lo había imaginado, pero tampoco dejo que los obstáculos que se presentan me derrumben. Esta vez decido disfrutar de mis hijos, dejando de lado algunos de las banales quehaceres del hogar.
Encuentro algo de tiempo para mí también. Como Juan vuelve tarde del trabajo hoy, aprovecho y voy a la peluquería para arreglarme el pelo. Luego, paso un rato largo en la bañera con una mascarilla en la cara, escuchando música y recordando los momentos más bonitos que he vivido.
Por la noche, preparo la cena. Los niños cenan miran un poco la tele y se van a la cama, pero Juan aún no ha regresado. Estaba decidida a esperarle para que cenamos juntos.
Coloco la mesa y enciendo dos velas, queriendo sorprenderlo con algo especial. Hace mucho que no teníamos una cena romántica.
Sin darme cuenta, me quedo dormida, apoyada en la mesa. Me despierta su voz:
- No hacía falta que me esperaras, amor. Te dije que volvería tarde.
- Quería cenar contigo… – murmuro soñolienta, intentando incorporarme.
Él no está de buen humor. No sé si es por el cansancio o si ha pasado algo en el trabajo. Ni siquiera se percata del cambio que hice en mi pelo.
Cenamos casi en silencio. Juan no está hablador, y yo intento mantener una conversación que, con el tiempo, se desvanece. Cada uno mira su plato, absorto en pensamientos distantes.
- ¡Gracias por la cena, Lucí! – me agradece levantándose - Y por esperarme, aunque no hacía falta… Estoy muy cansado, voy a la cama.
Me da un beso rápido y sale de la cocina.
Recojo la mesa y lavo los platos antes de acostarme junto a él. Tengo miedo de dormirme. ¿Y si mañana vuelvo a despertar vieja, sola e inútil? Esperando año tras año, a que mis hijos se acuerden de visitarme, cada uno ocupado con sus vidas. No sé si le di poco y por esto no se acuerdan de mí como me gustaría, o di demasiado y, por eso, no lo valoraron, simplemente lo dieron por sentado. Como hice yo con los momentos que me dieron más plenitud, pensando que encontraría tiempo para disfrutarlos mejor más adelante. Quizás les di poco en ciertos momentos y demasiado en otros, creando un desequilibrio donde lo que faltaba era tan doloroso como lo que sobraba.
Me acerco a mi marido y lo abrazo mientras duerme. Intento mantenerme despierta, porque me aterra volver a despertar vieja y sola nuevamente, y que los tesoros que tengo ahora a mi alcance sean sólo un preciado pasado. Pero, sin darme cuenta, finalmente me quedo dormida. Sueño con un fuerte terremoto.
Cuando entreabro los ojos, siento que alguien me sacude. Es mi madre.
- ¡Es hora de levantarte dormilona! Vas a llegar tarde para el instituto…
Estoy tan cansada y desorientada que no entiendo dónde estoy. Pero alcanzo a murmurar:
- ¡Cinco minutos más, mamá!
Me giro hacía la pared y me duermo de nuevo.
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